Acabo de escribir un tuit que me sonó a mí misma como un grito: “Quisiera tener tiempo para asistir a todos los actos culturales de la ciudad”. Enseguida me di cuenta de que provenía de mi gozosa inmersión de tres horas en la voz del argentino Javier Daulte, dos días antes. Hay un momento en la vida en que pese a mantener vivas todas las curiosidades, una se hace muy selectiva a la hora de utilizar el tiempo en aquello que ofrece utilidad o gozo probable. Mi elección de la Master class de este dramaturgo, invitado por la Universidad Casa Grande, fue un acierto.
El nombre tomó de nuevo al medio guayaquileño, porque pese a los interesantes y dinámicos esfuerzos de la gente de teatro del presente de la ciudad, los espectadores sabemos más de cine que de arte dramático. Yo misma había visto Baraka, uno de sus grandes triunfos como director en Buenos Aires, hace unos tres años, y no había interiorizado su firma. Ahora no voy a olvidar jamás sus aportaciones al mundo de la representación, su palabra abierta, el repaso de su obra propia.
Hablar de teatro es hablar de una experiencia amplia, no solo de libros. Provistos de inteligencia corporal, de dotes de especial ductilidad, quienes se dedican a ello son capaces de salirse de sí mismos y convertirse en otras personas muchas veces a lo largo de sus vidas. Y a los individuos comunes, que ya nos cuesta bastante estar claros con nosotros mismos y conocernos un poco luego de buenos esfuerzos, nos maravillan aquellos que entran y salen en personalidades ajenas, nos convencen de que son otros por cierto tiempo y nos enseñan “otra” manera de humanidad. Es la dinámica del teatro en todas sus implicaciones.
Daulte escribe, forma actores, dirige. Da testimonio de que crear es un momentáneo distanciamiento de la realidad para regresar a ella, de la mano de nuevas “verdades”. Poner una obra sobre la escena es invitar a “pasarla bien” dijo, refiriéndose a las sensaciones que produce en el espectador, que lo lleva a salir de la casa, a abandonarse a sus emociones desde que empiezan a moverse las luces. Tiene que ocurrirnos algo, tienen que desatarse unas vivencias, y pese a que el goce estético es algo completamente privado y funciona según la individualidad, allí estamos, dentro de un grupo, conectados y estremecidos. Y como cree que el teatro obedece los momentos históricos, ya no es “un golpe a la conciencia” –y usó la escena de Hamlet recreando la traición a su padre para impactar al rey Claudio– ahora es juego. Pero un juego que tiene reglas impuestas por la cultura y esas reglas constituyen su compromiso.
Por tanto, el público participa del hilo que desenvuelve una obra en su conjunto y acepta que lo conduzcan hacia unos límites. De esa paradoja de juego y compromiso emana, cree Daulte, todo cuanto de entretenido y apasionante se puede obtener del teatro.
Estas son tan solo unas ideas de la noche, hubo otras sobre dirección de actores que tanto les interesaron a los jóvenes estudiantes: lo oportuno es que estamos a las puertas de apreciar qué han hecho Carlos Ycaza y MO Producciones con Caperucita, un espectáculo feroz, obra de Javier Daulte, original reescritura en tono contemporáneo del célebre cuento de Perrault. (O)