Hace alrededor de veinte años, el Gobierno decidió trasladar una unidad técnica, sustentada con recursos de cooperación internacional, a un ministerio. Como es obvio, el elemento central de ese desplazamiento no eran los muebles ni los equipos, sino los proyectos que estaban en marcha y las personas encargadas de su ejecución. Debido a que estos profesionales y técnicos eran remunerados por entidades de cooperación, de inmediato se hizo evidente una brecha con los sueldos de sus homólogos que estaban en la nómina del ministerio. Se manifestó, para decirlo en los términos tan trillados en estos días, una situación de inequidad. La protesta de los funcionarios de carrera no se hizo esperar, pero lo sorprendente es que no pedían incremento de sus propios sueldos, como correspondería frente a una situación de esta naturaleza, sino la reducción de las remuneraciones de los recién llegados.
Los argumentos que se han esgrimido para sustentar las propuestas sobre las herencias y la plusvalía siguen la misma pauta, pero en esta ocasión en dimensión nacional y con potenciales efectos sobre toda la población. El propio Gobierno, tanto por la propia boca del líder como de otros funcionarios, ha recalcado que las medidas propuestas no producirán más de unos cuarenta millones de dólares al año (poco más de una milésima parte del presupuesto nacional). Por tanto, si se quiere redistribuir el ingreso, trasladando recursos desde los que más tienen a los más pobres, esta vía será un esfuerzo enorme –y de alto costo político, como ya se ha visto– pero inútil. Lo que se podría recaudar no permitiría cubrir ni siquiera un mes del bono de desarrollo humano (suponiendo que esa medida neoliberal fuera un adecuado mecanismo para cerrar las brechas de ingreso).
Seguramente es la conciencia de esta realidad la que ha llevado a sostener las propuestas con una prédica moralista-religiosa acerca de la equidad. Según el principal argumento que se esgrime al respecto, la inequidad es más un problema de carácter moral que una realidad material a la que se debe combatir con medidas e instrumentos económicos y sociales. Dentro de esa visión, bastaría con quitar o reducir los recursos que están en manos de los ricos para lograr el objetivo. Este ya no sería la redistribución, pues de acuerdo a lo dicho es muy poco lo que queda para ello, sino la eliminación de una inmoralidad social, vale decir, de un elemento subjetivo (dicho sea de paso, sorprende tanto idealismo en un gobierno poblado de herederos del materialismo).
En el mejor de los casos, con estas medidas –y en este caso concreto– se podría mejorar la distribución, pero esta no es sinónimo de redistribución, ya que no produciría avances sustantivos en la situación de los menos favorecidos. Se habría igualado hacia abajo sin haber beneficiado a los más necesitados. Ya hace veinte años, en el microcosmos de un ministerio, cuando se empujó a la desaparición de la unidad especializada, quedó claro que nada se soluciona con la prédica moralista y que la igualdad hacia abajo perjudica a todos.(O)