Semana agitada para el santo padre. La Bachelet, Maduro y la presidenta de su natal Argentina pasan por su despacho en el Vaticano.
En un descuido de la Guardia suiza, logré colarme entre las vaporosas y espesas cortinas del salón principal del centro neurálgico de la Iglesia católica y lo escuché a Francisco reprendiendo como a hijos a estos padres de sus países.
Michelle llegó invicta. Bien peinada, con su característico traje sastre oscuro. Se la veía alegre, aunque algo ensombrecía su pálido rostro. Será porque su aprobación cayó en los últimos días al 26%, la más baja de su mandato. El papa la miró con compasión, le preguntó por su nuevo gabinete, la Copa América y por su querido hijo Sebastián.
Él, siempre tolerante con los errores humanos, le recomendó que superara el horror de su vástago, tras su desliz con los millonarios negocios inmobiliarios, pero asimismo le sugirió que le diera dos nalgadas bien sonadas por valerse de las influencias. La presidenta observó con vergüenza el comentario y dijo que esa forma de corregir no había cambiado a pesar de los años, y es más, afirmó que le pidió a su hijo que entregara la “tajada gorda” que había recibido a un ancianato de la caridad. Al pontífice no le hizo mucha gracia, remató afirmando que el dinero sucio no se lava en una labor social. La conversación terminó con el reciente análisis hecho a los restos del poeta Pablo Neruda que señalan que murió de la bacteria de “estafilococo dorado”, no asociado al cáncer como muchos pensamos.
Yo estaba un poco incómoda pero atenta a la entrada de las ilustres visitas. Logré escurrirme hacia una de las ventanas de la basílica para tomar aire. A lo lejos logré divisar a una mujer con un elegante tocado negro y falda voluptuosa Carolina Herrera que cruzaba apurada los muros del Vaticano. Tras ella, un séquito de hombres de su cuerpo de seguridad, con bolsas de Bvlgari y de las más exclusivas tiendas apostadas en la vía del Corso, vía Condotti y via Frattina. Cristina Fernández se había echado el recorrido de las compras desde la plaza del Popolo hasta la Plaza Venecia. El director de prensa del papa le comunicó que la viuda de Néstor llegaría en los próximos minutos.
No hubo mucha emoción en el encuentro. Era la cuarta vez que se veían en el Vaticano.
–“Mirá, Francisco, ¿decime que no se parece a Néstor?”, le preguntaba insistente al papa mostrando la foto de su nieto. El exarzobispo de Buenos Aires abría los ojos y sonreía, pero luego no calló sus preocupaciones sobre asuntos sociales, políticos y económicos. Bergoglio le cuestionó su escaso proceder para paliar la inseguridad, inflación y el esclarecimiento de la extraña muerte del fiscal Alberto Nisman. Le dijo que la verdad se corrompe tanto con la mentira como con el silencio.
—“Una cosa más, Cristina”—, exclamó el papa antes de la despedida. “No me pongás en las fotos de tu campaña política”, faltan pocos meses para las presidenciales.
El papa sacó de un cajón de su escritorio un sándwich de miga, ya mismo le tocaba halarle la oreja al más grandote de los errores que ha tenido Venezuela. De pronto, el papa enrolló el bocadillo.
Intuyo que se acordó de los que habitan en ese país sudamericano, donde todos hacen ayuno obligado por la escasez.
Cuando Maduro ingresó a la sala del Tronetto, con la conchudez que lo caracteriza, le dijo: “Bendición, mi padrecito”, mientras Celia, su mujer, sacaba fotos de “refilón”. Francisco frunció el ceño y empezó a mencionar: “Leopoldo, Daniel, Ledezma y 90 más son tus perseguidos, ¡sacalos YA de la cárcel! No seas tan sordo, no acapares la vida y la libertad de la gente”.
Yo, asombrada y en coro silencioso hacía barra para que el reclamo no cesara.
Maduro lloró inclinado, se secó las lágrimas en la sotana de Francisco y besándole la mano se retiró diciendo: “Voy a cambiar. Uste, uste se me parece a mi libertador Bolívar, ¿me oyó?”. Luego, Nicolás y su nutrida delegación fueron al Trastévere a comprar recuerditos.
Riendo estoy tras el sonido del despertador. Son las 4 y 30 de la mañana de este jueves. Todo fue un sueño sobre algunas de las pesadillas que viven los míos y mis vecinos. (O)