Sin ser un anciano, pertenezco a una generación en la cual el respeto a los mayores era una regla general. Nuestros padres nos enseñaron a saludar, a esperar el turno para pasar detrás de una dama y a respetar a los mayores sin cuestionamientos.
Con mucho asombro veo como hoy son cada vez más los jóvenes que pasan por alto reglas mínimas de urbanidad y buenas costumbres. No sé si fruto de unos padres permisivos o de una educación que se dice crítica, lo cierto es que como tendencia general se ha ido perdiendo el respeto hacia símbolos y personas.
Quizás por eso no me sorprende que un muchacho tan joven, en edad escolar, sin cubrirse el rostro ni mostrar vergüenza alguna, haya sido capaz de ofender al primer mandatario en un acto oficial. A esa edad, el respeto a los mayores debería ser absoluto; peor si se trata de una persona con un cargo público, y mucho peor si había otras personas mayores presentes en el acto, ante las cuales el mismo muchacho se encargó de empañar su nombre y el apellido de su familia.
Pero si la actitud del muchacho merece una crítica, debo ser franco en decir que mucho más asombro y crítica genera la del señor presidente y su comitiva, según las notas de prensa que relatan lo ocurrido. En situaciones de amenaza en contra de la seguridad del mandatario, es lógico que el personal de seguridad actúe en defensa de la integridad física de los asistentes y de la persona del presidente. Sin embargo, ante un simple gesto obsceno –por muy grotesco que haya sido– la demostración de fuerza, en mi opinión, no cabe.
Como ser humano, se entiende la indignación de sentirse insultado, pero ello no justifica el despliegue de fuerza –tanto física como legal– en contra de un joven de quien como mucho podría decirse que fue un maleducado.
Así como en el hogar, la escuela y el trabajo, la agresión y las amenazas no generan respeto ni consideración; en el ejercicio del poder, esta fórmula tampoco resulta exitosa.
El respeto se gana, se merece. Actuando con violencia y prepotencia no es como se enseña a ser educado.
Mi análisis de este vergonzoso hecho es que hemos perdido todos, con errores de parte y parte: por parte del chico maleducado, en él se pone de manifiesto una tendencia de nuestra juventud ecuatoriana, con las honrosas excepciones de siempre. No lo veo como un hecho aislado, sino como la más auténtica revelación de diferentes parámetros de educación en una generación que ha perdido el sentido del respeto por la dignidad y la persona del prójimo. Sea quien sea, sin importar su cargo ni su poder, a los mayores se les debe respeto. Una pena que el concepto no sea manejado por muchos de nuestros muchachos en su vida diaria.
Lo más preocupante de esta conclusión es que esa educación deberíamos dársela nosotros: los adultos, quienes estamos llamados a enseñar con la palabra y, sobre todo, con el ejemplo.
Por parte del mandatario: a mayor poder, mayor responsabilidad. Por ende, la reacción de un hombre adulto, investido de un cargo tan alto, hubiéramos querido que guardara la misma majestad que su título. (O)