La historia de escritores o poetas rendidos a la política, al elogio o defensa o participación en los gobiernos, tiende a repetirse. Casi siempre concluye en lo que Julian Benda llamó, en su ensayo de 1927, La traición de los intelectuales, traducción española para el término francés “clercs”, que haría su título más concreto y sugerente aunque equívoco: la traición de los clérigos. Conviene aclarar que la traición no es hacia el poder, sino lo contrario: hacia los valores iniciales que defendían y que, en la convivencia con el poder en curso, olvidan o traicionan los escritores al convertirse en oficiantes. Defensores de Stalin, Hitler o Mussolini, quedaron ciegos ante la atrocidad, sometidos a un ideal que parecía justificar los medios empleados. Desde Neruda hasta Aragon, la lista es larga y está completa y sorprendente en el estupendo ensayo de Stephen Koch, El fin de la inocencia: Willi Münzenberg y la seducción de los intelectuales.
El poeta Auden hablaba, a su vez, de la “Low dishonest decade”, como etiqueta para toda una época que se cifró en 1939 con la invasión de Alemania a Polonia. Los versos dicen: “Me siento en un lupanar/ de la calle cincuenta y dos,/ incierto y asustado/ mientras mueren las grandes esperanzas/ de una década baja y deshonesta”. Entre la traición de los clérigos y la década baja y deshonesta, los intelectuales han mostrado un historial de confabulación con el poder.
También han mostrado, pero excepcionalmente, la otra cara: la capacidad crítica contra viento y marea. Allí se inscriben figuras como Koestler, Gide, Aron, Rousset, Orwell, Camus, Paz, Semprún, y un largo etcétera que se caracterizó por una marginación para la que fueron necesarios muchos años hasta su reivindicación. Frente a este espectro, de quienes se adscribieron ciegamente a una ideología y de quienes tuvieron que cumplir el papel de aguafiestas, también se podría hablar de los poetas de la “torre de marfil”. La imagen es de antigua data –aparece ya en el Cantar de los cantares– y concluyó en la representación de un lugar inmune y alejado a los ruidos del mundo, donde se vive una completa indiferencia frente a la política por la entrega absoluta a la creación propia, pase lo que pase afuera. Vista como algo negativo, puede que no sea tan cierto que la torre de marfil sea inconveniente. Incluso puede que sea necesaria cuando se refiere a la educación de la independencia creadora.
Pero la exacerbación de la torre de marfil también tiene sus peligros. Indiferentes a lo que ocurre en su tiempo, los escritores dicen estar encerrados en la torre de marfil y sostienen que discutir sobre sus contemporáneos es una forma de entorpecer su creación, mientras que, revestidos de ese frágil impermeable estético, salen sin embargo cada día de la torre y disfrutan de esa época y de ese gobierno bajo el que inevitablemente viven, pero sin meterse en ningún problema. Esta es otra forma de traición, más sutil pero no menos perversa.
Si bien siempre he rechazado la utilización de la obra literaria como medio o instrumento ideológico, especialmente cuando se quiere representar en ella un discurso político, es inevitable que el escritor, al usar un medio social como el lenguaje, no participe en la discusión crítica de su tiempo. De tener el escritor un lenguaje propio, este terminará en fricción con el lenguaje político. Pero esa participación debe mantenerse dentro de la mayor independencia posible, sin formar parte de un partido político y menos del poder político como funcionario de un Estado. La diferencia fundamental está en el ámbito del lenguaje que los contrapone: en el poder el lenguaje es un mero instrumento y busca un objetivo inequívoco, en la literatura el lenguaje es un fin en sí mismo y sus objetivos son ambiguos porque apuestan por una crítica inclusiva de distintos discursos, y pienso específicamente en la condición democrática y polifónica de la novela (a este respecto es revelador el reciente libro del filósofo italiano Franco Berardi, La sublevación, al que volveré en un próximo artículo). Allí donde menos brillaron escritores como Malraux y Semprún fue cuando participaron como ministros de los gobiernos franceses y españoles, o como cuando Mario Vargas Llosa postuló a la presidencia de su país.
Menciono esto porque me ha llamado la atención la reciente carta pública dirigida al poeta Javier Ponce por el periodista José Hernández (www.sentidocomunecuador.com). Es la segunda que le envía –la primera fue del 2011 y no tuvo respuesta– y le pide, más que cuentas, una explicación que sustente su colaboración con la práctica real del gobierno de Rafael Correa, contrapuesto al ideario inicial de Ponce. La exigencia viene dada por la condición de escritor de Ponce: poeta, novelista y periodista, para más señas. Espero equivocarme, pero esta segunda carta tampoco tendrá respuesta. De haberla, sería un documento privilegiado en el que no solo se vería reflejado el poeta que ha sido ministro en varias carteras y que se caracteriza por ser uno de los más silenciosos. También se vería la voz de todos los otros actores que, cómodamente apoltronados en su torre de marfil o en su despacho burocrático, no han arriesgado nada en defender o decir lo que comentan en conversaciones privadas pero que jamás defienden en público, y que Hernández ha acertado al poner en la mira crítica, lejos de la cabeza de la hidra. A su manera, ese silencio refleja a una sociedad que, todavía dormida en un supuesto bienestar económico, no exige en masa lo que tan blandamente deja pasar, ya que todo, en apariencia, está bien, en una burbuja de la que se dice hasta el hartazgo que se parece a la que tuvo España y que reventó de un día para otro, y entonces sí, se exigieron las cuentas claras, y en eso siguen. Ya se lo decía Flaubert en una carta a Turguéniev, de que a pesar de que él quería vivir en el silencio de la torre de marfil, escuchaba el ruido de “una marea de mierda que amenaza con derrumbarla”.(O)
La exigencia viene dada por la condición de escritor de Ponce: poeta, novelista y periodista, para más señas. Espero equivocarme, pero esta segunda carta tampoco tendrá respuesta.