Una corriente rusa de estudios literarios planteaba que la literatura protagoniza un incesante movimiento de alejamiento y acercamiento a la tradición, y que, paradójicamente, cada gesto de ruptura alimenta la misma tradición. Los movimientos artísticos más contestatarios en su momento, con el pasar de los años, terminan asimilados a la historia común del arte.
¿Puede haber algo más tradicional que la Academia de la Lengua? En el país, la institución que fue fundada en 1874 por García Moreno –para que nos hagamos una idea de su carácter conservador– promueve el estudio de la lengua madre y brinda asesoría sobre su uso correcto a autoridades políticas, entre otras funciones. Entre sus veinte académicos brillan solo dos mujeres: la menuda novelista Alicia Yánez Cossío y la estudiosa Susana Cordero. Rosa Amelia Alvarado es también miembro y pronto se sumará Cecilia Ansaldo.
Las ceremonias de incorporación de nuevos miembros a la Academia de la Lengua son esos actos rituales y solemnes a los que, tal vez, una no iría si contara con veinte años. Quizás se requiera una cierta edad, un estado del alma, para perder y ganar dos horas de precioso tiempo en el siempre útil acto de escuchar. Por aquí y por allá brillan las cabezas portentosas de Simón Espinosa o Hernán Rodríguez Castelo, quienes siempre tienen dones que dar y a quienes, por fortuna, les importa también escuchar. Es que la inteligencia sabe que la lengua y el oído se necesitan íntimamente.
Diego Araujo Sánchez acaba de incorporarse a la Academia de la Lengua; fue recibido por un discurso de Susana Cordero que, evocando al Quijote –y a Sartre– habló de la edad hermosa que aguarda. El poeta Julio Pazos describió la labor de Araujo como lector y crítico literario. Araujo, por su parte, provocó carcajadas al analizar con acierto párrafos pertenecientes a uno de los grandes de la tradición literaria ecuatoriana, Juan León Mera, que en su faceta periodística resulta delicioso; su Tijeretazos y Plumadas, artículos humorísticos de 1832, no ha sido publicado en el país y han de ser contados con los dedos de la mano quienes lo hayan leído. Según lo explica Araujo, Mera fue un precursor del género del cuento moderno, y practicó virtudes del humor: reír de uno mismo y jugar con el lenguaje.
Se le tiene que agradecer a la Academia el estudio de los clásicos nacionales; es destacable que se muestran las facetas más provocativas de los autores, así como el haberse ocupado de “géneros menores” como artículos de costumbres. Qué buena una lectura sin prejuicios de aquellos que, como Mera, han sido signados como retrógrados. Una institución como esta, que por naturaleza preserva y norma, lanza a la sociedad propuestas. ¿Importarán, trascenderán?
Joaquín Sabina decía en una canción que no tenía más patria que la mujer; varios poetas abogan porque no haya otra patria que no sea la lengua. Bonita idea. Me siento más cómoda en esta, que en la de los patriotas iletrados y carentes de sentido del humor.(O)