Al arbitrio del calendario –que hoy hace coincidir dos celebraciones que a mucha gente le importa–, o con la ingenua idea de que somos libres en nuestras elecciones, avanza la vida. La propaganda convence a la gente subliminalmente de que hay que festejar a los seres queridos a fecha fija (Navidad, Día del Niño o de la Madre, el empalagoso San Valentín), o nos suelta las amarras del trabajo para tener días diferentes.
¿Diferentes? Me corrijo. El aluvión que invade restaurantes y hoteles para darle cabida a la ilusión del amor no podría pasar por alto la fecha de San Valentín. Los enamorados esperan y dan regalos. Ya habrá el medio que recuerde el origen del santo festejado y su distancia con los ritos actuales, creados por los que quieren acrecentar el balance de ganancias. Fiesta, por tanto, religiosa y pagana que pasa monedas de unas manos a otras.
Las carnestolendas también han mezclado sus tradiciones. Del festejo hedonista para recordar la apetencia del placer –esa búsqueda que se hace mejor disfrazándose y poniéndose una máscara para que el pecado sea anónimo–, antes de la renuncia de la diversión en la ceremonia del Miércoles de Ceniza, que nos recuerda que somos polvo y al polvo volveremos, no quedaba mucho en el Ecuador de hace pocos años. ¿De dónde habrá provenido el gusto por mojar al prójimo? Yo crecí acodada en la diversión del agua. Pero fue fácil adquirir conciencia de que era un atropello a los demás.
Entiendo que recibir un feriado que combina las dos costumbres no altera mucho las cosas. El tiempo libre se recibe con alegría, aunque nos hagan pagar luego con sábados forzados el regalo también forzado. Tal vez los sanvalentines del amor se reciban en la playa, acaso el desfile de carnaval retenga en la ciudad a parte de la muchedumbre viajera. Guayaquil ya es suficientemente grande y poblado como para tener oferta y público para muchas cosas.
Lo cierto es que nos hemos hecho flexibles frente a las mezclas aunque no sean claras y hasta revelen contradicciones. El duro tráfago de la existencia cotidiana necesita vías de escape, burbujas de estridencia que, para muchos, es la verdadera forma de la diversión. No nos abruman las carreteras invadidas, los hoteles abarrotados, el hormigueo humano por calles y parques, y nos confundimos entre las caravanas y la gente porque es imperativo “estar”… en la fecha, en el presente, junto a la mayoría.
Dentro del club de los raros, formando parte de reducida fauna papelera, quedarán los que caminan en sentido contrario a las masas. Si suena el reggaetón corremos hacia otro lado; si las pandillas con globos llenos de agua nos amenazan, nos acorazamos dentro de los vehículos que recorren unas calles espléndidamente solitarias; si el sol calcina la cabeza, cantamos loas al aire acondicionado aposentados en habitáculos frescos.
Lo bueno es que haya espacio y opciones para todos. Que la humanidad vaya aprendiendo a vivir respetando soledades fructíferas y gentíos bulliciosos. Que las lenguas no denigren a los unos por elogiar a los otros. En el fondo, estoy describiendo el perfil de ese ideal de diversidad y tolerancia que podría ser una de las caras de la civilización. (O)