Debo comenzar este artículo manifestando mi profundo pesar por los eventos que afronta Argentina en estos días. Siendo, obviamente, lo más lamentable la muerte del fiscal Alberto Nisman, mi pensamiento acompaña a los argentinos no solo por este hecho, sino por la serie de sucesos que contemplamos desde acá con gran preocupación.

En primer lugar, y aunque haya pasado mucho tiempo, no puedo dejar de lamentar el confuso atentado con el que comienza este episodio. Un doloroso conflicto político-religioso que, aunque se origina a miles de kilómetros, se sufrió también en suelo argentino. Una guerra más que no respeta fronteras.

La investigación de lo sucedido generó varios incidentes y cruce de acusaciones de corrupción al más alto nivel, que involucraron incluso a una ya desgastada y de salida Cristina Fernández.

Recordemos que la institucionalidad argentina ha sido uno de los ejes de la resistencia en todas las épocas de su historia; por ello, aunque ese país ha vivido procesos muy traumáticos, al final ha primado el respeto por los valores democráticos y las instituciones, independientemente de las personas.

Pues en este caso pareciera que son las personas, concretamente el fiscal, quien marcó el ritmo. La tarea de un funcionario de este rango lógicamente implica riesgos que seguramente él conocía, dada su dilatada carrera. Pero sin querer intervenir en las conclusiones, mis lectores coincidirán conmigo en que no tiene sentido alguno que un hombre arriesgue su integridad y tranquilidad personal y familiar durante casi diez años para suicidarse al final.

Lo cierto es que estamos frente a una investigación abierta por tantos años, que tiene todos los elementos para una novela, y que hoy saca de sus casillas a la presidenta hasta el extremo de –luego de haber guardado silencio por varios días– atreverse a dar una extensa rueda de prensa en la cual lanza acusaciones muy graves. Desde mi punto de vista, un vergonzoso modo de inmiscuirse en un asunto que ya está en manos de la justicia.

Entonces, mis amigos, vuelvo al problema sobre el cual me he permitido insistir varias veces desde esta columna, y que cada vez me convenzo más, es el verdadero mal de nuestra América del siglo XXI: una clase política que irrespeta a las instituciones; que no concibe separación de poderes; que no tolera la crítica ni la oposición; que se basa en la opinión y el humor de quien se siente divinamente designado para decidir y pensar por una masa de ciudadanos aturdidos por el discurso políticamente perfecto y la propaganda oficial.

Me solidarizo con el dolor de la familia del doctor Nisman, que son los verdaderos agraviados, a quienes la justicia argentina les debe una explicación coherente; y, no simplemente, conjeturas antojadizas, que cambian día a día.

Pero como ciudadano de este lado del continente, me solidarizo también con el pueblo argentino, que ve desfilar, impotente, una serie de discursos que van minando su confianza en el sistema y en el futuro. Con escepticismo contemplamos un panorama latinoamericano que se pinta del mismo color que los crespones que hoy acompañan los balcones del edificio del fiscal. (O)