Cualquiera que haya vivido en Europa, lo sabe. No hay tema que no se discuta ni títere que quede con cabeza. Por ejemplo, la BBC, que es el epítome de la televisión pública, tiene diferentes programas de humor que se mofan con denuedo de los líderes de los principales partidos, primer ministro incluido. Ni hablar de la realeza. La reina Isabel y su familia son objeto de todo tipo de bromas, sarcasmos e historias desopilantes. Ya sea que se trate de la política, de la votación sobre Escocia –justo cuando el tema llegó a cotas de confrontación altísima– de las religiones, del abuso de los grupos económicos y un largo etcétera, el negro humor inglés sacude los zapatos de cuanto personaje se encuentre en la mira.
Lo mismo ocurre, con matices propios de cada sociedad, en el resto del continente. La ironía y la sátira son una expresión –la más lúdica y deliciosa– de esa capacidad transgresora que es el pensamiento crítico heredado de Spinoza, Bacon, Descartes y compañía, que ha permitido cuestionar todo: preceptos religiosos, estructuras sociales y de poder, fundamentos del conocimiento y la ciencia. Ha sido justamente en los periodos en que los totalitarismos primaron, como en el nazismo o el fascismo, que el humor satírico fue proscrito y condenado. Mussolini y Hitler no toleraban –a diferencia de lo que incluso ocurría con muchos monarcas– ser ridiculizados en aras de aparecer como incuestionables ejes de poder.
A propósito de la sátira, esa hermosa e irreverente expresión nacida de las entrañas culturales europeas, basta recordar a El nombre de la rosa, de Umberto Eco. Amén de que la novela se desarrolla en el marco de la discusión entre el poder real de la Iglesia medieval y la opción por la pobreza que representaban los Franciscanos –algo curiosamente presente en estos días dentro de la Iglesia– lo que gatilla el proceso de muertes en el monasterio es la presencia de un libro “peligroso”, cuya presencia se convierte en un misterio a descubrir: el segundo tomo de Poética, escrito por Aristóteles.
Ese libro no solo está guardado en la abadía-biblioteca donde acontece todo. Resulta ser un texto envenenado a propósito. Su albacea era el monje Jorge de Burgos, el benedictino más sabio de todos, quien está convencido de que “la risa no es buena para el hombre” porque puede incitarlo a dejar de tener temor de Dios. El problema es que el misterioso libro es justamente una defensa y sublimación del humor, en donde Aristóteles usa ejemplos cómicos y satíricos para defender la opción por la risa como un mecanismo de perfeccionamiento espiritual. La peligrosidad del texto aristotélico radicaba en que permitiría inferir que es a través del humor que se puede glorificar a Dios en su forma más depurada, echando al traste las ideas del benedictino.
La trama de El nombre de la rosa tiene muchos paralelos con las discusiones inherentes al debate sobre Charlie Hebdo. La sátira desprejuiciada, irreverente, “extrema”, no es más que un mecanismo de desacralización. El reírse es una operación fundamentalmente humana, en donde se desnudan los eventos para reconstruirlos y entenderlos desde una nueva lógica, más fresca, menos vana. Es la tensión entre el “temor de Dios”, en todas sus formas punitivas expresadas en encajonamientos, prejuicios, castraciones y muertes –y, por supuesto, en sus vertientes fundamentalistas, en donde Dios puede ser el poder, el partido, el dinero, las doctrinas y un largo etcétera– y esa pérdida del miedo que permite cuestionar el dogma y el deber ser, para plantear otra mirada, refutar las argumentaciones y soñar de forma distinta. La respuesta de Galileo al dictamen de la Inquisición (“y sin embargo se mueve”) es de una ironía que se agradece.
Europa ha sido el espacio en donde el Oscurantismo medieval dio paso al Renacimiento, primero, y tras la Reforma, al Siglo de las Luces, en un proceso donde la argumentación sustentada y el estudio sistemático permitieron desnudar los dogmas y separar la sociedad civil de la religiosa. Ha sido un proceso continuo, muchas veces horrendo, lleno de tensiones frenéticas. Pero toda esa historia nos ha permitido constituir estructuras sociales ancladas en la necesidad del debate fundamentado de cada una de las miradas. Debatir con fundamentos implica diálogo, escuchar, saber que uno no tiene toda la razón. Significa, en su forma más refinada, reírse de uno mismo y de los demás. Algo que es todo lo opuesto a la sorda visión fundamentalista, que se tapa los oídos y se convierte en un monólogo repetitivo similar al de la metralleta. (O)
Debatir con fundamentos implica diálogo, escuchar, saber que uno no tiene toda la razón. Significa, en su forma más refinada, reírse de uno mismo y de los demás.