Siempre que se vuelve a la Política de Aristóteles (Estagira 384 – Calcis 322 a.C.) revivimos la experiencia abrumadora de enfrentar al que es considerado el hombre más sabio de la Antigüedad. Un sabio habla para todos los tiempos, a pesar de que hay temas en los que nos choca su posición, como en el caso de la esclavitud, que aprueba aunque con reticencias. Pero en el asunto central de su obra, la organización del Estado, sus argumentos son de validez perenne, demostrando ciertamente la sapiencia del filósofo, pero también que en dos mil trescientos años los seres humanos no han cambiado sustancialmente. Así a un ecuatoriano del 2015 no puede menos que llamarle la atención cosas como que en Atenas ya había un “bono de desarrollo humano”, que el estagirita critica por inútil.
Más importante es comprobar la insistencia del filósofo en la alternancia en el poder, a la que considera la esencia de la república, que es como él llama al gobierno de la mayoría en beneficio de todos (la democracia es el gobierno de la mayoría en su propio provecho). Más aún, pone esta rotación del poder entre los fundamentos mismo de la ciudadanía: “debido a que todos son iguales por naturaleza, es justo, sea el gobernar bueno o malo, que todos participen de él;... cederse los iguales por turno el poder y considerarse semejantes fuera de su cargo”. En otra parte sostiene: “no es más justo gobernar que ser gobernado; y por lo tanto, todos deberían igualmente gobernar y ser gobernados por turno”. Y atribuye los intentos para gobernar indefinidamente a los buenos negocios que se logran en el poder: “ahora, a causa de las ventajas que derivan de los cargos públicos y del poder, los hombres quieren gobernar de modo continuo”.
“Lo bello y lo justo consiste en la alternancia”, nada menos. La alternancia para el sabio es un orden y un orden es de por sí una ley. Es decir, que la no permanencia de una persona en el poder es el inicio de un estado de derecho, en el que la ley prevalece sobre la voluntad de un déspota. Advierte “allí donde las leyes no son soberanas surgen demagogos” y constata que “... los tiranos, casi en su totalidad, han surgido, por así decirlo, de demagogos que se habían ganado la confianza por difamar a los notables” y “con su demagogia, ensalzan al pueblo al punto de decir que él es el soberano hasta por encima de la ley”... nos ha pasado en toda Latinoamérica. Igual también hemos visto a nuestros tiranos rodearse de mediocres, como nos cuenta que aconsejaba el tirano Trasíbulo a su colega Periandro. Para Aristóteles el imperio de la ley es el gobierno de la divinidad y la inteligencia, en cambio el caudillismo es querer ser gobernados por “una fiera”, pues eso llegan a ser “los gobernantes y aun a los hombres mejores” arrastrados por la pasión y la ambición.(O)