Las palabras son solo vocablos, términos, voces, adquieren matices diferentes según las intenciones, se vuelven cariñosas, insultantes, hirientes. Al llegar a Ecuador solo sabía decir buenos días, muchas gracias. El Ministerio de Relaciones Exteriores de Francia pensaba mantenerme aquí durante dos años, luego me mandaría a cualquier otro continente. Por amor a una guayaquileña decidí quedarme, asimilando día a día la realidad ecuatoriana, descubriendo su idioma, su arte, su música, su literatura, pero sobre todo su gente.
Cuando noté cierta tensión entre regiones no me sorprendí. Vengo de una tierra donde los parisinos miran con condescendencia a los provincianos, los norteños son totalmente diferentes de los sureños en su forma de ser o de hablar, ocurre lo propio entre gente del este o del oeste. Por un sabroso artículo de Cristian Cordero Loor supe que eso de llamar monos a los guayaquileños remontaba a un episodio histórico, habiendo el rey Carlos II de España hecho llegar de Guayaquil dos graciosos especímenes susceptibles de disipar su melancolía, pero que terminaron asustándolo con sus irreverentes travesuras. Los guayaquileños acunaron el vocablo, no se ofendieron, terminaron diciendo: “Somos monos y trepamos”. Con cincuenta años de permanencia en esta ciudad ya me considero como un mono más.
Lo de longo es otro cantar: según Carlos Joaquín Córdoba, la palabra vendría a significar “indio adolescente”. Fabricio Murcillo Morla propone “indio de la Sierra”, pero volviendo pintoresco el asunto, define al cholo como un “indio de la Costa”. En realidad no deberíamos dar mayor importancia a las palabras, sino fijarnos en la intención de quien las profiera. Muchos amigos míos me llaman cariñosamente “franchute” (término despectivo, según los diccionarios), pero un par de veces se me endilgó el calificativo como insulto, se me lo endosó como ofensa, en cual caso pensé que más me valía ignorar la afrenta quedándome con el afecto de los amigos. Quien suele rebajar a los demás en realidad se rebaja a sí mismo, desnuda sus complejos. Recuerdo todavía a Facundo Cabral llegando a mi casa y saludando a Alberto Cortez: “¿Qué tal te va, querido cabrón?”. Aquella noche decidimos bautizar a nuestro común amigo como Fecundo Cabrón, lo que lo hizo atosigarse de la risa. Tengo con mucha honra entrañables amigos monos, longos, cholos, negros y hasta un albino de los páramos que me acompañó una vez en una trepada al Cotacachi. Soy blanco por casualidad. no escogí mi color, no influye en lo que soy como ser humano. Si fuera negro, musulmán o chino, pues me asumiría como tal. Por lo pronto me siento profundamente ecuatoriano por haber formado aquí mi hogar, descansaré en esta misma tierra. Me casé con una mona, hubiera podido ser una longuita, una manabita, una cuencana, una lojana, una esmeraldeña, una indígena. Más allá de la forma como se llama a la gente está su esencia, lo único que me importa. El desprecio hacia los demás es la negación de nuestra propia decencia. Que me hablen de mestizos o de la raza aria me deja sin cuidado, pues más me interesa la gentileza de la gente que su gentilicia.