Ya todos sabemos que la “enmienda”, como nuevo vehículo especial para modificar nuestra Constitución, que figura en el art. 441 de la de Montecristi, fue copiada de la Constitución venezolana, que a su vez la tenía copiada desde 1893 de la Constitución de los Estados Unidos de América; por lo que, antes de octubre del 2008, en que se aprobó nuestra Constitución, la tal “enmienda” era completamente extraña al Derecho Constitucional ecuatoriano, según el cual, hasta entonces, la Constitución solo podía modificarse mediante la tradicional “reforma”, parcial o total, que el Ecuador conoció y reconoció desde siempre. Por esa historia, a partir de octubre del 2008, la “enmienda” aludida solamente pudo o puede ser una mera “adición” a la Constitución, sin sustituir, ni suprimir ni alterar sus textos preexistentes, tal y como ocurre en Venezuela y en los Estados Unidos; pero, para quienes no aceptan ese único significado posible de aquella histórica copia, la tal “enmienda” tendría que ser una simple corrección que se limite a “arreglar” o “quitar defectos”, según el Diccionario de la RAE. Y eso significa que de ninguna manera la “enmienda” en cuestión puede identificarse con nuestra tradicional “reforma”, mientras pretenda sustituir, suprimir o alterar textos constitucionales, porque la propia Constitución expresamente distingue a la una de la otra en sus arts. 441 y 442, no obstante sus pésimas redacciones. Más aún si se repara que la palabra “enmienda”, para aludir a una modificación constitucional, aparece –íngrima– una sola vez en la de Montecristi (justamente en el citado art. 441), mientras que la palabra “reforma”, referida a la modificación constitucional, figura en ella por lo menos doce veces; lo cual pone en evidencia, además de sus ancestros venezolanos, que semejante figura es una intrusa que nunca antes tuvo nada que ver con nuestro Derecho Constitucional. Y fue por eso que cuando en el 2011 el presidente de la República estrenó en el Ecuador ese frangollo importado, mediante iniciativa propia y referéndum, confundió escandalosamente a la “enmienda” con la “reforma” –de buena fe, creo yo– para sustituir íntegramente y suprimir del todo textos completos (numerales, incisos y artículos enteros) de la Constitución del 2008 y, además, aunque usted no lo crea, para “reformar” el Código Orgánico de la Función Judicial, como acabó lográndolo, gracias a la colaboración de la mayoría de la entonces Corte Constitucional y al total desconocimiento ciudadano sobre qué mismo era la tal “enmienda” y en qué se diferenciaba de la tradicional “reforma”; desconocimiento del que también participó personalmente el presidente, ya que cuando solicitó a la entonces Corte Constitucional su bendición para las cinco “enmiendas” de su propia iniciativa, mediante oficio del 17 de enero del 2011, él mismo llamó “reformas” a las supuestas “enmiendas” por lo menos cinco veces; tal como consta de los siguientes pasajes extraídos de aquel oficio, cuyas itálicas no son del original: a) “1.- REFORMAS EN MATERIA PENAL”; b) “Por lo tanto, se hace necesario reformar el indicado art. 312 [de la Constitución]”; c) “la ciudadanía está necesitada de una reforma integral en el sector justicia”; d) “considero que la Corte Constitucional debe resolver que el presente proyecto de reforma constitucional se lo realice a través de referéndum”; y, e) “queda claro que las presentes propuestas de reforma constitucional no se encuadran en el presupuesto establecido en el numeral primero del artículo 102 de la Ley Orgánica de Garantías Jurisdiccionales y Control Constitucional”.
Para apreciar mejor todo lo expresado, valgámonos de dos de las propuestas más emblemáticas de las presuntas “enmiendas” de entonces: la una, relativa a la justicia, contenida en la pregunta 5 del respectivo referéndum, que decía: “¿Está usted de acuerdo en modificar la composición del Consejo de la Judicatura, enmendando la Constitución y reformando el Código Orgánico de la Función Judicial, como lo establece el anexo 5?”; y, la otra, relativa a la mayor ojeriza de la revolución, contenida en el anexo 3 de la pregunta 3 del mismo referéndum, que proponía sustituir íntegramente el entonces primer inciso del art. 312 de la Constitución, para que “las instituciones del sistema financiero privado, así como las empresas privadas de comunicación de carácter nacional, sus directores y principales accionistas, no puedan ser titulares, directa ni indirectamente, de acciones y participaciones, en empresas ajenas a la actividad financiera o comunicacional, según el caso”.
Haciendo a un lado el hecho de que las antedichas dos “enmiendas” fueron aprobadas en el mencionado referéndum, es indudable que ellas nunca pudieron tener la calidad de tales, por varias razones; entre las que se destacan: 1.- para el primer caso, la imposibilidad jurídica de que mediante una “enmienda constitucional” (aun cuando fuere legítima) se reformen expresamente los textos de una “ley secundaria”, porque para eso está la Asamblea Nacional, según el numeral 6 del art. 120 y los primeros renglones del art. 84 de la Constitución; y, 2.- para el segundo caso, por un lado, el hecho de que el solo texto del nuevo primer inciso del art. 132 de la Constitución propuesto por el presidente, por su forma y su contenido, aún reclama a gritos su potencial calidad de “reforma” y no de “enmienda”, y, por otro lado, el descaro de introducir, con esa falsa “enmienda”, la inconstitucional prohibición –antes inexistente– de que los directores y los principales accionistas de las instituciones financieras y de los medios de comunicación privados tuvieran, directa o indirectamente, inversiones patrimoniales en “cualquier empresa ajena a la actividad financiera o comunicacional, según el caso”; con lo cual, en virtud de semejante discriminación –prohibida repetidamente por la Constitución– se les arrebató escandalosamente a esos accionistas y a esos directores, por lo menos, el derecho a la igualdad ante la ley, el derecho a la libertad de asociación, el derecho a la libertad de emprendimiento en actividades económicas, el derecho a la libertad de contratación y el derecho a la libertad de trabajo y empleo, garantizados en los arts. 11 y 66 de la Constitución, con escandalosa violación a sus arts. 441 y 442, que expresamente prohíben toda “enmienda” y toda “reforma” parcial a la Constitución en todos los casos que establecieren restricciones a los derechos y garantías constitucionales.
Ante esos dos ejemplos emblemáticos, cualquier persona de mediana inteligencia podrá advertir que en el primer caso se cometió un muy feo fraude a la Constitución, para obtener con la martingala de la “enmienda constitucional” una “reforma” al Código Orgánico de la Función Judicial, y que en el segundo caso se efectuó una modificación manifiestamente inconstitucional al art. 312 de la de Montecristi, al arrebatarle a los accionistas y a los directores supradichos derechos y garantías que ni siquiera una verdadera “reforma” parcial podía suprimir.
Claro que aquellas “enmiendas” fueron aprobadas mediante referéndum, pero eso no significa que por ello las mismas fueron convalidadas de manera alguna, porque un referéndum de aquellos no puede consagrar imposibles ni inconstitucionalidades, tal como tampoco podría ni derogar la ley de la gravedad ni restaurar en el Ecuador la pena de muerte.
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