En contra de la afectación y la falta de naturalidad en el teatro, la técnica Meisner surgió con un gran énfasis en la escucha del otro en escena, para dar una interpretación lo más cercana a la realidad del mundo que existe más allá de la cuarta pared, a la verdad.

En la obra Hamlet 101 (que se presentó en el Microteatro, en la ciudadela Miraflores, en Guayaquil) escrita y dirigida por Carlos Icaza e interpretada por Marlon Pantaleón y Ricardo Velasteguí, nos enfrentamos con la única verdad del actor: la exposición del artista, el cual dentro y fuera de la escena propone como real, accede a compartir –con el otro, y con el público, que al fin y al cabo es ese otro, con el cual se habla indirectamente– dosis de vulnerabilidad. Como un ejercicio de esta técnica en la obra vemos dos actores, parecen ser colocados en un ring en el cual se gana por nocaut cuando se llega al punto 101, porque al igual que las clases de algunas universidades norteamericanas nos hallamos ante una introducción a uno de los personajes clave en la historia del teatro: Hamlet, el príncipe que busca vengar a su padre, el trágico ser que divaga, duda, ama, sufre y reprime sobre todo los impulsos que tiene a través de la razón que se autoimpone. Lo vemos construirse frente a nuestros ojos, pero en este caso es una construcción que trasciende la búsqueda de una caracterización, porque vamos saltando de duda en duda shakesperiana hasta encontrar la verdad de un Hamlet que parece presentarse por primera vez, rechazando ser una idea; siendo un hombre multiplicado y observado a través de un caleidoscopio que se abre hacia el exterior a través de intenciones. La obra, que dura quince minutos, se enfoca en el mundo interior de un hombre que bien puede representar a todos los hombres. Aquí la frustración del personaje se traslada hacia la corporeidad del dúo actoral, que en cada microescena dialoga desde dos mundos que se contraponen: el emocional y el racional que debe conectarse con la emoción de un Hamlet dividido. La mayor ironía sería entonces la premisa genial de buscar la lucidez a través del paroxismo, del desborde de los actores, verbalizan las líneas partiendo de una honestidad brutal que los obliga a violentar a su compañero de escena, a encontrar a ratos, asiéndose de la realidad (caminando, apoyándose en las paredes, observando el vestuario) las interrogantes de la cotidianeidad: ¿qué sentir?, ¿qué pensar?, sobre todo ¿qué hacer? Por ello vemos a dos actores que parecen plantearse ¿qué recibo del otro que me identifica con él, con su emoción? Se lucha a través de la memoria que se construye y destruye a cada instante, solo con el reflejo de otro en la misma fase motiva. Vemos el acto comunicacional per se, vemos dos voces que desean reconocerse a través de la ejecución desprovista de filtros, de mentiras, del tiempo que requiere recordar un estado y apostar por él. Los recursos del teatro son explotados desde el minimalismo: escenografía, prácticamente la luz que pasa de tenue a dura a mitad de la obra –sale el filtro de luz y se destruye al mismo tiempo el filtro emotivo– para nuestro agrado y fragmentos musicales creados por el quiteño Matt Solah (Naked Ape), que sirven para distanciarnos de los momentos que pueden tomarse como pequeñas muestras de una catarsis que llega para disiparse... Vale la pena revisar desde nuevas miradas aquello que se reprime, explotarlo, mostrarlo y actuar tal como Hamlet hubiese querido.

Leira Araújo Nieto, Guayaquil