Vengo de una profesión que me produjo toda clase de complacencias, pero que también me mostró sus variados rostros. La faz oscura me desalentaba cuando no podía superar la riña de estilos entre el hogar y la escuela –cuántas veces el mismo estudiante me reveló que sus padres mentían–, cuando el colega no se embarcaba con entusiasmo en los proyectos nuevos, cuando la pereza adolescente se aplastaba contra los bancos. El triunfo de los factores positivos sobre los negativos me llevó a ser una profesora con alegría y vocación.
Desde esta experiencia veo cómo son las cosas hoy en buena parte de los casos. El dilema empieza en los estudios universitarios, porque la inclinación por la enseñanza de la literatura está inserta en las carreras de comunicación social, es decir, fuera de su quicio natural que es la pedagogía. Los estudiantes se gradúan como comunicadores sociales y aspiran a ser periodistas, gestores culturales, asesores de comunicación. La mención en Lengua y Literatura no tiene un fin docente. Pero la realidad dice otra cosa. Las instituciones educativas necesitan profesores de Lengua y Literatura.
Numerosos estudiantes que acudieron a la carrera nombrada ingresan al mundo laboral educativo porque ese es el primer camino que se les abre, porque la demanda de esta clase de colaboradores es permanente. Jamás va a desaparecer el profesional que se encargue en los planteles del cada vez más delicado asunto de enseñar a escribir, de orientar hacia la lectura comprensiva, de incentivar la lectura placentera a base del conocimiento de los grandes autores de la literatura nacional y universal. Y empieza la lucha. Los niños pierden al salir de la infancia el gusto por leer, los púberes y adolescentes actuales parecen especialmente tocados por el desinterés hacia los libros.
Son preocupantes los testimonios de esos nuevos profesores, todavía ocupantes de bancas universitarias. “Diseño las actividades más creativas, pero no logro llamar la atención a los alumnos”, me dice una; “no les importa nada de lo que pasa en el aula”, afirma otro. El testimonio aterra a los demás. Y eso, junto con un repetido afán por ser poetas, narradores, diseñadores de productos de cartoneras, encargados de redes sociales de empresas, va soslayando la elección docente hasta como empleo de supervivencia. Vale insistir en que las remuneraciones siempre son bajas.
El problema, por tanto, está sobre la mesa. La readecuación de las mallas curriculares orientadas hacia las necesidades sociales de hoy no puede perder de vista la demanda educativa. Al contrario, se fortalece notablemente cuando ha impulsado a conseguir títulos de cuarto nivel para tener acceso a trabajar en la más alta institución formativa que es la universidad.
En el cercano pasado ser profesor de Literatura tenía un prestigio implícito. Jaime Roldós tuvo esa cátedra, el colega Nicolás Parducci lo testimoniaba en una columna reciente, el gran poeta Federico García Lorca pensó en esa opción cuando sus padres lo presionaban a conseguir un trabajo estable. Practicar la docencia literaria me sigue produciendo las recompensas espirituales más fuertes: el contacto intenso con la psiquis ajena, el descubrimiento del silencio elocuente de los libros, el ascenso disímil y placenteramente angustioso al gigantesco bosque de las ideas.