Lo acontecido en Escocia brinda muchos aprendizajes sobre los procesos que generarán complejas encrucijadas en el siglo XXI. El referendo fue el punto más importante en la reconstrucción de las relaciones al interior de ese Estado supranacional que es el Reino Unido. Bajo el liderazgo de Alex Salmond y el Partido Nacionalista Escocés (SNP, en sus siglas en inglés), Escocia ha pugnado por una descentralización efectiva que se traduzca en la devolución de competencias desde Westminster a cada nación. En 1997 se aprobó la apertura del Parlamento escocés (conocido como Holyrood) y la posibilidad de autogestionar políticas propias en diferentes áreas. Desde entonces, el SNP ha ido ganando espacios, hasta convertirse en mayoría absoluta en Holyrood en 2011.

A la consolidación de la autogestión y el capital político ganado por el SNP, que reforzaron la identidad local, se sumaron los recortes fiscales que el gobierno conservador de David Cameron aplicó tras la crisis. Con una tradición progresista, Escocia quería ir a contramano de la visión reduccionista de costos, más reactiva a la migración y más lejana de la Unión Europea que ha implementado Westminster con Cameron. En 2012 negociaron con el premier la “imposible” idea del referendo (el apoyo al Sí alcanzaba 25%) y la opción de ampliar las competencias locales conocida como “devo max”. Sabiendo lo difícil del triunfo independentista, Cameron le dio el vamos al referendo, negando el “devo max”.

Desde entonces, Salmond condujo una campaña brillante mezcla de una aproximación progresista a la identidad escocesa, de apuntar incisivamente a las contradicciones de las políticas del gobierno conservador y de aprovechar la oportunidad que las reservas petroleras del Mar del Norte brindaban como fuente de financiamiento a una Escocia independiente. Los apoyos se sumaron metódicamente hasta que a menos de un mes del referendo el Sí estaba por primera vez adelante. La reacción del gobierno británico y de los estamentos de poder fue de estupor, generando una respuesta en donde prevaleció una visión dantesca de la separación. Los independentistas acusaron a todo el establishment, prensa incluida, de articular una campaña del terror para atemorizar a aquellos que habían creído en las posibilidades de una Escocia autónoma.

Más allá de la discusión sobre qué tan perfecta o imperfecta era la tierra prometida por Salmond y el SNP, en el electorado escocés convivían junto a un ánimo reivindicativo identitario, una impronta británica moldeada por 300 años de convivencia, la responsabilidad política que la separación generaría al provocar un debilitamiento laborista que haría imposible derrotar a los conservadores en las elecciones británicas futuras, y la posibilidad de ganar autodeterminación más allá de la independencia si es que el gobierno accedía al “devo max” o a una fórmula parecida. Esto último se convirtió en un factor crucial que obligó a Cameron a prometer una ampliación de atribuciones para el Parlamento local si Escocia seguía en la unión.

El resultado del día 18, que finalmente dio el triunfo al No por 55%, con la tasa (85%) más alta de participación electoral en cualquier elección británica reciente, mostró hasta qué punto el voto fue influido por la movilización institucional para evitar la escisión. El resultado también implica varias lecciones. A pesar de la derrota, la campaña del Sí recibió como compensación la promesa de una devolución de atribuciones para Escocia, incluyendo autofinanciamiento, lo que muchos piensan gatillará una reforma constitucional que hará cada vez más federal al Reino Unido. La posibilidad de un nuevo referendo parece no solo lejana sino poco exitosa, tanto por la alerta activada en Westminster para no subestimar la fuerza del nacionalismo escocés, como por un horizonte de reservas petroleras escocesas cada vez menor. La idea de un Reino Unido menos unido preocupa no solo al resto de Europa –particularmente a aquellos que pueden enfrentar una epidemia separatista– sino a sus aliados de la OTAN. Y, por último, deja en evidencia que en un contexto que hace tabla rasa de las identidades, como la globalización, y un periodo de crisis económica que ha implicado ajustes a la seguridad social, las sociedades vuelven a plantearse sus mecanismos institucionales de convivencia, tratando de regresar al eje que algunos denominan como trasnochado nacionalismo y otros como fundamento de identidad: la comunidad y su gestión más autónoma.

A pesar de la derrota, la campaña del Sí recibió como compensación la promesa de una devolución de atribuciones para Escocia, incluyendo autofinanciamiento, lo que muchos piensan gatillará una reforma constitucional que hará cada vez más federal al Reino Unido.