Un excolega docente afirmó haber pasado de fanático del Ídolo del Astillero a solo aficionado, porque, según él, mientras seguía a su equipo fielmente hasta a los encuentros foráneos, gastado, incómodo y trasnochado, los jugadores muchas veces pasaban muy buenas noches luego de perder los partidos, ¡mientras él sufría y hasta lloraba, me decía.

Es la misma sensación que genera la Selección Nacional de Fútbol, con la diferencia de que los aficionados somos más de 15 millones de habitantes que gastamos, sufrimos y decepcionamos al verlos perder los partidos y descubrir penosamente que el deporte de masas es la labor más inequitativa: mientras unos jugadores tienen salarios y premios que insultan la pobreza en que viven la mayoría de quienes los endiosan, buscando alguna alegría o ilusión que distraiga sus carencias; otros están en la miseria por los bajos e impagos sueldos que tienen. Los últimos y muy comentados acontecimientos me han dado la pauta para reflexionar sobre la pérdida de valores, más visibles en el fútbol porque es la actividad más seguida y que despierta emociones encontradas. Ha mermado el espíritu deportivo, subyacen pasiones, la revancha, el rencor y la intolerancia que se desnudan. Ya no es el deporte la actividad que me desestresa. Mi pensión jubilar mensual después de 43 años de servicio magisteril serviría para un jugador, para sus jugos y tal vez para dar limosnas. Con toda mi preparación, experiencia y títulos ya quisiera como el común de los connacionales, tener un salario casi cercano a los que ganan algunos futbolistas.

Joffre Pástor Carrillo,
Licenciado, profesor, Guayaquil