La epilepsia es una de las enfermedades cerebrales serias más comunes. No es una entidad benigna. Se estima que el 10% de las personas tendrá por lo menos una crisis convulsiva en su vida y una tercera parte de ellas desarrollará epilepsia. Entre el 0,5 y 1% de la población mundial padece epilepsia activa y a ella le corresponde el 1% de carga global de enfermedad por la discapacidad y la muerte prematura que produce. Equivalente al cáncer de pulmón en los hombres y al cáncer de mama en las mujeres, según la OMS.
En Ecuador se ha establecido una prevalencia de enfermedad del 2%, de acuerdo con el último reporte de la Liga Ecuatoriana contra la Epilepsia (LECE). Son varios los tipos de epilepsia, de gravedad variable. Pero todas comparten un impacto social importante, que va desde la estigmatización hasta la discapacidad intelectual, pasando por efectos psicológicos, familiares y en la productividad laboral.
De antigüedad conocida, inicialmente encubierta en un halo de misticismo y luego considerada dolencia exclusivamente psiquiátrica, la epilepsia y su base biológica fueron reconocidas a mediados del siglo XIX. Con el advenimiento de los fármacos, las crisis epilépticas comenzaron a controlarse y actualmente existen formas de epilepsia tratables que hasta pueden curarse. No obstante su buen pronóstico cuando son correctamente diagnosticadas y tratadas, existen ciertas advertencias que deben tenerse en cuenta: la suspensión brusca de la medicina o la disminución de su concentración en la sangre provocará convulsión; los cambios de medicina deben ser graduales, de lo contrario habrá crisis. Es decir, la adherencia al tratamiento debe cumplirse de manera rigurosa. Una epilepsia sin control adecuado es un peligro para quien la padece y para el entorno en el que convive, sobre todo cuando la actividad que se desempeña involucra a otras personas.