Los hombres buenos son valientes. Ser bueno es plantar cara al mal, a la adversidad. Los cobardes transan, se acomodan y finalmente colaboran. Un valiente es tranquilo, respetuoso y pacífico, no va desafiando a todo aquel que se le cruza por la calle, sino que enfrenta sin exasperación ni aspavientos los retos que le pone la vida. Así he visto a Manuel Chiriboga Vega cuando, a través de las redes sociales, nos ponía al tanto de la evolución de un grave problema de salud... él no se arrugaba a la hora de nombrarlo y por eso tampoco lo eludiré: era cáncer. Fue ministro de Estado, funcionario internacional, catedrático, pero, modesto y transparente, compartía los avatares de su caso mediante ese medio moderno y eficaz... una enaltecedora crónica de su lucha en tiempo real, en la que solía incluir historias de quienes compartían con él esa tremenda experiencia.
En realidad, hace poco y poco conozco a Manuel, digo personalmente, porque cuando yo era estudiante de Sociología, su obra Jornaleros, grandes propietarios y exportación cacaotera 1790-1925 ya era canónica y de lectura obligada para nuestra carrera. Sería en recientes reuniones de columnistas que pude tratarlo para encontrarme con una persona cálida, sencilla y accesible. No me sorprendieron ni esta afabilidad ni la ponderada sabiduría de sus opiniones, porque estas virtudes se transparentaban en su columna publicada en esta página. No siempre compartí sus criterios, pero me llamaban la atención la mesura y la amplitud de miras sobre las que basaba sus puntos de vista. Eso es saber tener la razón, es ser humanista, lo que significa ser partidario de lo humano y esto solo tiene un sentido: respeto irrestricto y radical por todas las personas.
He leído algunas despedidas de columnistas que dejan su espacio editorial por variadas razones, porque se cansaron, porque nuevas obligaciones los requieren, porque creen que ya dijeron suficiente... Recuerdo, entre otras, la de Arturo Uslar Pietri, nonagenario y ciego, cerrando su columna que había mantenido en varios periódicos del continente por más de medio siglo. Podría citar alguna otra, pero ninguna me ha conmovido más que la de Manuel Chiriboga, conmoción que no proviene de la posibilidad fatal que connota, sino justamente por ese restarle peso al destino, por ese poner énfasis en el camino.
La palabra creer tiene un sentido condicional y limitado, si decimos “creo que María va a venir”, implicamos que no es algo de lo que estamos absolutamente seguros. Así los creyentes, entiendo que Manuel, graduado de la Pontificia de Lovaina, lo es, creemos en un destino, pero no podemos demostrarlo y menos imponerlo, lo que sabemos es que siempre tenemos camino por delante, no le es dado a ningún humano saber su longitud, y hay que andarlo al mejor paso, sembrando frutales a su vera. Así ha sido literalmente la ruta de Manuel Chiriboga, estoy seguro de que el largo tramo que le falta será de idéntica manera.