El título del presente artículo hace referencia a la expresión proferida por el célebre jurista romano Marco Tulio Cicerón, al iniciar la primera de sus célebres Catilinarias, nombre que a su vez sería adoptado por nuestro genial Juan Montalvo en su obra contra la tiranía de Ignacio de Veintimilla. Tanto la primera como la segunda se constituyen en epítomes del reclamo que una sociedad hace a sus gobernantes, cuando siente claramente que los mínimos jurídicos que garantizan una convivencia civilizada, han sido socavados desde sus bases. Si el ciudadano no recibe leyes que protejan sus derechos, sino normas que legitiman la vulneración de los mismos, evidentemente se va a cuestionar la propia existencia del estado social y democrático de derechos que de forma pomposa pregona la Constitución. Si a esto se añade una clara sensación de dependencia de la función Judicial al poder gubernamental, el malestar va a ser sin duda aún mayor.

Los mínimos que impone la norma constitucional no deben ser vistos solamente como límites a la actuación gubernamental, sino como la estructura que nos garantiza la recepción de las decisiones del poder, bajo parámetros de obediencia y legitimidad. Esto significa que la institucionalidad no encontrará resistencia en el cumplimiento de sus decisiones, no solo si quien las dicta tiene la capacidad y atribución de hacerlo (legitimidad formal), sino sobre todo si en su contenido, dichas decisiones no menoscaban derechos fundamentales de manera arbitraria (legitimidad material). Cuando estos esquemas se incumplen, las propias estructuras del Estado constitucional de derechos y justicia se ven menoscabadas y la legitimidad del ejercicio del poder cuestionada. De la misma forma, la democracia como fundamento de gobierno no puede analizarse solo desde su arista formal, esto es el respaldo de una mayoría simple plasmado en un ejercicio electoral, sino también desde sus contenidos sustanciales. Un gobierno que no respeta la separación de funciones no es democrático, independientemente del número de votos o porcentaje de respaldo que hubiere obtenido. No existe democracia sustancial en una sociedad si las voces disidentes del credo oficial son acalladas, a través de sanciones, procesamientos judiciales o acciones de hecho. No puede existir democracia si las decisiones judiciales son impredecibles, o peor aún, cuando en materia penal el respeto de las garantías procesales o la pena a imponerse por un delito determinado, no dependen de la magnitud de la lesión a un bien jurídico penalmente tutelado, sino de la cercanía o animadversión del poder. Es entonces cuando todos nos preguntamos si estos escenarios antidemocráticos son los que hemos escogido, al votar en favor de un modelo de gobierno y sobre todo si resulta jurídica y fácticamente tolerable el mantener el mismo.

Estos escenarios de arbitrariedad generalmente van acompañados de la quimérica pretensión de perpetuarse en el ejercicio del poder at infinitum. Quienes han optado por formar parte de esquemas gubernamentales violatorios de derechos tienen la certeza de que al final de este, sea la conclusión conflictiva o no, se vienen una serie de problemas de toda índole, especialmente judicial. Si adicionalmente a lo expuesto el ejercicio de gobierno ha fomentado la ruptura del tejido social, tendremos el caldo de cultivo idóneo para que la conflictividad eclosione y los derechos humanos se violen. Las estructuras de gobierno arbitrarias conocen perfectamente estos escenarios y tratarán siempre de blindarse frente a futuros levantamientos, de manera especial cuando sienten que han perdido el favor de la mayoría. El primer recurso, el más básico y de efecto inmediato, sin duda es reforzar los esquemas del miedo, afianzar la idea de que el poder no dudará en actuar en contra de quien se le ponga al frente y que no escatimará en recursos de persecución. No puede darse el lujo de mostrarse débil, así que adoptará la actitud del matón de barrio, del capo de cartel, de quien puede echar mano de todo tipo de recursos de represión posibles. Su credibilidad dependerá de la efectividad de sus gestiones de persecución, lo cual también se verá anclado a la desactivación de grupos de resistencia. Es entonces cuando el terrorismo de Estado dirige sus cañones contra aquellos que tienen alguna capacidad organizativa y paradójicamente les acusará de terroristas y subversivos. No escatimará medios de anulación, desde la descalificación pública, para lo cual los medios oficiales se constituyen en ideales cajas de resonancia, hasta la implementación de grupos armados dirigidos específicamente a este efecto. Lo más práctico siempre será recurrir a las agencias entrenadas para la eliminación legítima del enemigo, las fuerzas armadas, y encomendarles el control del orden y la seguridad.

Con todas estas garantías de violación de derechos humanos y estándares democráticos, solo nos resta repetir con Cicerón y Montalvo: “¿Hasta cuándo, Catilina, abusarás de nuestra paciencia?”.

Un gobierno que no respeta la separación de funciones no es democrático, independientemente del número de votos o porcentaje de respaldo que hubiere obtenido.