Por: Bertha García Gallego
Muchas veces, no solo la opinión pública sino también la opinión especializada actúa como si tuviera miedo de hablar de ciertos temas. Uno de ellos es el de las relaciones civil-militares. ¿Qué es esto?, nada menos que una de las claves del funcionamiento del sistema político, conjunto de relaciones institucionalizadas que organizan la representación de los ciudadanos en el gobierno de una nación. La forma de Estado que surgió de la sociedad hace varios siglos es el de un Estado territorial, por lo que la defensa de sus fronteras obligó entre otras cosas a organizar un ejército que las vigile y preserve. Esto para que el sistema jurídico –obligaciones y deberes de los ciudadanos, incluyendo quien gobierna por voluntad del pueblo– sea soberano dentro y fuera de sus límites. Durante mucho tiempo se confundió gobierno ciudadano con gobierno de tropas. Los emperadores prusianos eran, a la vez, soldados. El mismo Napoleón fungió de ambas representaciones a la vez.
Pero la historia cambia y depura las cosas en la medida en que avanza el conocimiento, la tecnología y se amplía el horizonte de la conciencia ciudadana que exige cada vez más que sus derechos se expresen en las acciones de gobierno. Para lograr sus fines, un saber especializado y civilizado ha invadido el conjunto del quehacer gubernamental, Hace falta explicar la connotación de “civilizado”, en el sentido en que el gobierno no es más que la extensión de las responsabilidades del ciudadano común, que ahora no tiene, gracias a la historia, la necesidad de defender con balas o garrotes el patio en el que vive, frente al vecino que lo quiere depredar. Existen saberes especializados para tales quehaceres.
Por esta misma vía se puede entender que el gobierno civil no tenga que marchar todo el día al frente de las tropas. Para eso están las Fuerzas Armadas y sus comandantes. Quienes empezamos a estudiar hace mucho tiempo esas relaciones, teníamos la esperanza de que algún día se entienda que las órdenes que el Ejecutivo del gobierno imparta a las tropas, no se establezcan en función de la voluntad personal y propia de aquel, sino en función de las reglas de la convivencia política republicana. Una de ellas es que las Fuerzas Armadas se deben al Estado, Otra es que deben ser apolíticas. Hay otras más, pero para el ejemplo bastan.
Esta apoliticidad es increíblemente importante en nuestras sociedades latinoamericanas, “el extremo occidente”, como las llamó Alain Rouquieu un francés clarividente que tuvo en cuenta que en nuestras naciones, al contrario de Europa o los EE.UU., antes que estados primero hubo ejércitos. “Ejércitos en busca de estados”, replicaron otros. De allí que es mejor no andar con pragmatismos, como los de poner a los militares a hacer de todo. También siempre guardamos la esperanza de que algún día los gobernantes de turno no se paren frente a los ejércitos en los onomásticos –a propósito de Parcayacu– para ensayar arengas políticas, que no son más que escarnios circunstanciales contra unos u otros. La fuerza del discurso de los poderes investidos más el poder de las armas, provocan una excesiva desproporción en la situación de aquellos a quienes el Estado debe proteger, esto es, los ciudadanos.