Me fijaré en lo minúsculo: dos cuentos de Gabriel García Márquez serán suficientes. Uno de ellos, La prodigiosa tarde de Baltazar, es como una representación de su talento. Está incluido en su libro de 1962, Los funerales de la Mamá Grande. El otro tiene alguno de los mismos personajes y transcurre décadas después, aunque está en el mismo libro.

Empiezo por el primero. Baltazar, un carpintero de pueblo, había construido una jaula que deslumbraría a sus vecinos. Al parecer era un encargo de un hombre rico, José Montiel, pero luego se descubrió que no había sido Montiel quien la encargó, ni siquiera su mujer, sino el hijo. Cuando el padre le pregunta por lo que había hecho, el muchachito inicia un tremendo berrinche. El padre decide que no es posible ese capricho no solicitado por él y, sobre todo, remarca que es él quien manda en esa casa. De pronto, para calmar al hijo, Baltazar responde que no iba a cobrar ni un centavo y que le regalaba la jaula. El hijo se alegra pero le durará poco. El carpintero sale de la casa tan pobre como digno, escuchando el carajazo de Montiel de que nadie, y menos un cualquiera como Baltazar, se atreve a disponer lo que se hace o no se hace en su casa, donde solo él es amo y señor. Sin embargo, lo más importante del cuento viene justo después, una página final de una disolución irreversible que muestra la dura vida de Baltazar.

En ese abismo blanco que aparece al final de los cuentos, uno puede imaginar qué provecho tendría el niño quedándose con esa jaula tan especial, o incluso sospechar que Montiel la destrozó en un arrebato. Desde el surgimiento del cuento moderno, donde se escamotea lo que parezca moraleja en las últimas palabras de un cuento, el lector debe completar lo que no se llega a decir. Pero en este caso, García Márquez va un poco más allá y pone a prueba lo que podríamos haber imaginado. Lo revela él mismo, solo que la respuesta es indirecta, tan al margen que puede no verse. Ocurre en el otro cuento, titulado La viuda de Montiel.

Lo resumiré: han pasado muchos años desde esa tarde prodigiosa de Baltazar. Montiel ha muerto de un colerón –muerte previsible para un mandamás– y su viuda comprueba que no lo querían porque nadie ha ido a su entierro. Ni siquiera sus hijos, que viven en el extranjero, y que no son otros que el mismo niño de la jaula, y otras dos hijas. El muchachito del berrinche es ahora cónsul en Alemania, un cargo que el padre obtuvo por sus influencias y su dinero, mientras que las hijas viven en París. A la muerte del padre, el administrador le pide al hijo vuelva a encargarse de los negocios, pero este, el mismo niño que se salió con la suya con la jaula de Baltazar, responde que no se atreve a regresar por miedo de que le dieran un tiro.

Cada lector podrá sacar su conclusión sobre la realidad latinoamericana a partir de estos dos cuentos. Yo no tengo una respuesta sino preguntas que me siguen rondando: ¿hizo bien Baltazar en darle la jaula al niño a pesar de la indicación del padre? ¿O más bien, puertas adentro, fue traumático lo que hizo José Montiel para que el hijo aprendiera quién era la autoridad en esa casa, cuestionada por el gesto de Baltazar?

Ahora que ha muerto García Márquez, vuelvo a esas preguntas. Imagino al escritor de Crónica de una muerte anunciada como ese mismo Baltazar, un prodigio tan preciso de artesanía verbal como lúcido en la visión de conjunto, un afortunado Baltazar que, a diferencia del personaje de ficción, sí pudo cobrar y recibir todos los honores –y los altos riesgos que conlleva el reconocimiento– por obras únicas como Cien años de soledad o El otoño del patriarca, o la que es mi preferida, El coronel no tiene quien le escriba, preferida porque no se desborda como las otras, sino todo lo contrario, tan precaria y seca que casi no hay trama pero donde vibran las posibilidades de cada alusión. Un principio que aplicará expandido en su otra gran novela: El amor en los tiempos del cólera.

Escrita como un regalo, su obra queda flotando ahora sin pájaros, como la jaula de Baltazar, o mejor dicho, está dispuesta y lista para lectores de distinto plumaje que la habitarán temporalmente. A diferencia de los dictadores o patriarcas que han muerto, y a los que García Márquez satirizó –salvo uno, Fidel Castro, al que nunca vio o no pudo o no quiso ver como tal porque lo conoció cuando todavía humeaban los fusiles Garand que derrocaron a Batista–, es la figura de Montiel la que para mí perdura en un silencioso margen sin épica, mezcla de padre furibundo y dominante, que aparentemente todos rechazan, empezando por la discreta valentía de Baltazar, pero frente al que todos callan vergonzosamente, como si no se hubiera aprendido nada de tanta rebeldía y tanta revolución y tanta revuelta. Y estos tres últimos sustantivos no son sinónimos, aunque lo parecen.

Olvidemos, sin embargo, a Montiel, y pensemos en la jaula de Baltazar. ¿Habrá que llenarla de pájaros? ¿Habrá que mirarla como lo hacía Alejandra Pizarnik y decir “Señor / la jaula se ha vuelto pájaro / y ha devorado mis esperanzas”? ¿O habrá que abrir la puerta para ir a jugar? Pero sobre todo, ¿dónde está la jaula? Las respuestas correctas las encontrarán en la suma y balance de los cientos de obituarios y panegíricos, y hasta en quienes han cometido la indelicadeza de no respetar al desaparecido, y no digo las tesis y estudios doctorales sobre García Márquez que adoquinarán los próximos siglos el camino de su talento. Yo no quiero quedarme con la novela rosa o roja o amarilla de su vida, a la que tuvo que sobrevivir y que sobrevivió con un retiro ejemplar, sino con las preguntas que siguen abiertas en las esquinas de su ficción.

Escrita como un regalo, su obra queda flotando ahora sin pájaros, como la jaula de Baltazar, o mejor dicho, está dispuesta y lista para lectores de distinto plumaje que la habitarán temporalmente.