Después de dos meses se cumplirán nada menos que 100 años desde el inicio del primer flagelo mundial ocasionado por armas accionadas por el hombre, y como el día de hoy, Viernes especial para los cristianos –la gran mayoría de la población– día de respeto y meditación, vale hacer referencia, en cuanto implica reflexión, a los azotes que puede causar a la gente las guerras y la falta de entendimiento entre las naciones.

El 28 de junio próximo hará un siglo desde que un estudiante serbio, enfermo de tisis y enajenado, políticamente manipulado y además fanático, asesinó al heredero del imperio austro-húngaro, en Sarajevo (Bosnia-Herzegovina) y disparó la hecatombe de la Primera Guerra Mundial.

El afán imperialista de las potencias del momento con ambiciones para controlar o apropiarse de varios puntos de la geografía del planeta como los propios Balcanes, el Oriente Medio, el Norte de África, los alrededores del Adriático, entre otros, provocaron una serie de incidentes que involucraron rápidamente a varios estados y desencadenaron la guerra, producto también de angustias, frustraciones, odios y deseos por largo tiempo represados.

Murieron 13 millones de personas, 28 millones sufrieron diversos tipos de lesiones, 338.000 millones de dólares gastados, con hambre y enfermedades en los pueblos afectados, ¿para qué?, ¿mejoró algo la humanidad?, ¿ha entendido el hombre después de un siglo que la guerra no es solución?, ¿no estamos acaso nerviosos y preocupados por lo que puede ocurrir en la frontera rusa-ucraniana en estos días?, ¿no hay el peligro de que pueda ser esa región –con la polarización a flor de piel– el nuevo escenario de una conflagración mundial?

Hace una centuria las máquinas para matar no eran tan sofisticadas ni tan destructivas como ahora, y esta es una de las razones para que durante cuatro años de lucha armada (1914-1918) con tantos países involucrados no haya habido más cadáveres, pero hoy con la letalidad escalofriante de esos instrumentos habría que contar los muertos por decenas de millones en una especie de suicidio colectivo. Felizmente los historiadores están de acuerdo en que sería irracional e insensato provocar la aparición de una tercera guerra mundial porque, aunque no pueda decirse que la inteligencia de la humanidad ha evolucionado, que los hombres son ahora más equilibrados y cerebrales, por lo menos en los últimos decenios no se han visto guerras entre Estados, unos contra otros, sino guerras entre facciones de los mismos países o regiones, guerras civiles impulsadas por odios raciales o religiosos o por disputas ancestrales o, incluso, por algo despreciable pero poderoso como es el ego maximizado, un ego que pareciera aflorar en la conducta del líder ruso Putin, quien se considera como escogido para rescatar en beneficio de su país viejos anhelos expansionistas del desaparecido imperio soviético.

Aunque el conflicto es el tema que más ha ocupado la mente del hombre –después del amor– a lo largo de la historia, en este Viernes de valor especial para los cristianos, tengamos la confianza de que esta relativa paz mundial, con pequeñas guerras focalizadas, no será alterada por patológicas voluntades de quienes les importa poco la suerte de la gente.