Hace casi un siglo dos hermanos compartían una cama, el menor, que tenía cuatro años, mojó las cobijas, como suele ocurrir a esa edad. El mayor, de siete años, amaneció con dolor de garganta, que los adultos de la familia atribuyeron al frío por la humedad. Llamaron la atención al pequeño, diciéndole que ya era hora de que controle sus esfínteres y que por su culpa el hermanito estaba enfermo. El mayor no tenía una amigdalitis sino difteria, horrible enfermedad infecciosa que causaba la muerte en un alto porcentaje de los infectados. El niño menor sintió durante muchos años atroz culpabilidad por la muerte de su hermano, hasta que ya adulto aprendió que la difteria se contagia por contacto con un enfermo y no por haberse mojado en la noche. De todas maneras, jamás nada le compensaría la tristeza y la angustia.

Recordé esta dolorosa anécdota al ver un cuadro estadístico sobre las causas de muerte hace un siglo y las actuales. Hace cien años la difteria era la décima causa en todo el mundo. Actualmente ha desaparecido de la lista, aunque no se considera una enfermedad erradicada. Esta y otras enfermedades infecciosas, comunes hacia 1910, deben haber causado cuadros aún más penosos que el narrado. Pensamos que el progreso de la ciencia ha traído más felicidad a la humanidad y ahora es corriente afirmar “todo tiempo pasado fue peor”. Si es así, ¿por qué actualmente el suicidio aparece como la vigésima causa de muerte, con mayor impacto en los países desarrollados, que supuestamente son los principales beneficiarios de los grandes adelantos científicos y tecnológicos? Esto no sucedía antes, ni siquiera en naciones que tienen entornos culturales favorables al suicidio.

De algo se tiene que morir la gente, se puede decir, pero es claro que la muerte por mano propia tiene una fuerte correlación con lo que se suele llamar “la felicidad”. Parece lógico sostener que quien es feliz no se suicida, pero quien es desdichado no necesariamente lo hace, ¡cuántos arrastran vidas miserables hasta que la muerte los libera! Las tasas de suicidio son altas en países ricos y bien educados, y el fenómeno parece extenderse por igual a todas las clases sociales. He oído, y me parece válido, que una buena manera de entender por qué se suicida la gente es pensar por qué no nos suicidamos. Dicen que la superficie cubierta por nubes es más o menos igual en el mundo en todo momento. Si un lugar está despejado es porque hay nubosidad en otra parte. Me gusta pensar que algo similar ocurre con la felicidad, habría una cantidad más o menos permanente de dicha en la vida, los aspectos negativos se compensarían con los positivos. ¿Todo tiempo pasado fue mejor? No, ciertamente, pero tampoco lo contrario es verdad. La pobreza es atroz, pero también lo es la pérdida del sentido de la vida, advirtiendo que sufrir una tragedia no garantiza que otra no nos alcance.