Opinión internacional |
No tenemos ninguna opinión en cuanto al tipo de mundo en el que nacemos; sobre si está preparado para gente como nosotros, sobre si nos abrirá los brazos. Sin duda que Hal Faulkner no tuvo el mundo que merecía. El mundo fue innecesariamente cruel con él, moralizante sin sentido. Él hizo las paces con eso, en su mayor parte.
Sin embargo, en los últimos meses, dado que el cáncer se propagaba rápidamente por todo su organismo y se le acababa el tiempo, sus pensamientos se volcaron a un aspecto del panorama al que quizá podría retornar, un giro que podría revisar, un error que tuvo oportunidad de corregir antes de morir.
Allá en 1956, cuando tenía 22 años, lo dieron de baja de los marines después de más de tres años de orgulloso servicio. No había ninguna mancha real en su expediente. Ninguna queja de incompetencia o indolencia, o insubordinación. Solo hubo esto: un hombre con quien Hal había pasado algún tiempo cuando no estaba de servicio informó al comandante que Hal era gay. El oficial sospechó que era cierto y, con base en eso, determinó que Hal debía irse. Se clasificó la baja como “distinta a honorable”.
“Me destrozó”, me contó Hal cuando lo visité el viernes en su departamento en esta ciudad, en el piso 16 de una torre con vista panorámica al Atlántico. La mañana estaba gloriosamente asoleada, pero lágrimas rodaban por sus mejillas. Aunque ya pasó más de medio siglo desde el duro enjuiciamiento –ahora tiene 79 años–, siempre lo ha acompañado ese nudo, muy cerrado y persistente, de tristeza y enojo.
“Me fallaron”, dijo, refiriéndose a los marines. “Nunca lo olvido”. Lo persiguieron esas tres palabras “distinta a honorable” –y quería, más que ninguna otra cosa, que las suprimieran de su epitafio–. Esa se convirtió en su última voluntad: que esas palabras no lo sobrevivieran.
Antes de que se cambiara la ley federal en el 2011, se dio de baja a más de 110.000 gays, lesbianas y bisexuales a causa de su orientación sexual. Y hasta 1990, cuando la alteración política conocida como “no preguntar, no decir” suavizó vagamente la prohibición contra los gays en los servicios armados, era común que tales bajas fueran deshonrosas, por lo que se prohibía que los veteranos gays recibieran beneficios y, a veces, los descalificaban para empleos civiles que buscaban después.
Sin embargo, ahora que el Ejército acepta gays, también hay un proceso que permite a quienes los dieron de baja deshonrosamente que apelen para conseguir una reclasificación de esas bajas como honorables. Un portavoz militar dijo la semana pasada que no sabía cuántos veteranos habían buscado aprovecharlo o si lo habían conseguido. Sin embargo, Hal se enteró y sabía que debía intentarlo.
Creció en un rancho ganadero en el norte de Florida, en una estricta familia bautista. Fue uno de ocho hijos. Su padre murió cuando él tenía 7 años y, después, su familia batalló financieramente. Aunque Hal (un diminutivo de Alfred) se graduó de educación media, la universidad no estaba entre las cartas.
Se enlistó en 1953 y estuvo en el campamento de entrenamiento en Carolina del Sur de junio a agosto, “los meses más calientes del año”, como expresó en un correo electrónico de septiembre, dirigido a OutServe-SLDN, un organismo activista para elementos gays de las Fuerzas Armadas. Les contaba su historia con la esperanza de jalarlos a su causa.
Ascendió en los marines de soldado de primera clase a cabo y luego a sargento, consiguió una excelente misión en las Filipinas. “Habría ascendido hasta la cima”, me dijo. “Pero no pude ser lo que quería ser”.
Con todo, prosperó. Trabajó en una compañía que vendía equipo pesado para la construcción y para hacer caminos, llegó a un cargo ejecutivo en ventas. “Ayudé a construir Walt Disney World”, contó.
Sin embargo, se sentía en un conflicto cada vez mayor por participar en tanta pavimentación en Florida y cambió de curso, uniéndose a una empresa que hace herramientas y tecnología para proteger contra la degradación ambiental.
Vivía bien: automóviles costosos, viajes por todo el mundo, una colección de arte nativo estadounidense.
Sin embargo, los prejuicios que terminaron con su carrera militar lo siguieron más allá de ese punto, al igual que el temor que le causaban. Perdió otro empleo atesorado, dijo, a causa de su orientación sexual. Y, desde 1950 hasta por lo menos 1970, sintió que la seguridad y el éxito financieros pendían de cierto grado de confidencialidad. De haber sido más abierto sobre ser gay, dijo: “No estaría aquí hoy. Probablemente estaría en la calle”.
No fue sino hasta el 2005 que finalmente llevó a Charles, su pareja de tiempo atrás y “el amor de mi vida”, a una gran reunión familiar. Unos años después, Charles murió, y Hal vive solo ahora, con ayuda de un asistente de salud a domicilio las 24 horas del día.
Cuando le diagnosticaron el cáncer en pulmones, hígado y glándulas suprarrenales hace un año, le pronosticaron seis meses de vida. Pesa al menos 50 libras menos de lo que pesó alguna vez y se mueve por su departamento en una motocicletita. Está casi sordo, le cuesta trabajo hablar y sus pensamientos son, a veces, confusos. Para unir su historia, dependí fuertemente de dos sobrinas que lo visitan con regularidad, Michelle y Deborah, y Anne Brooksher-Yen, la abogada neoyorquina que se hizo cargo de apelar la baja.
El caso le llegó hace dos meses, cuando los médicos decían que era posible que a Hal le quedaran solo unas semanas de vida. Iba contra reloj. Presionó al Ejército para que emitiera el fallo en forma expedita. Le llegó en una carta a mediados de diciembre, y viajó hasta Fort Lauderdale para sostener una reunión el viernes por la tarde en la que le presentó la carta a Hal.
John Gillespie, un miembro de la junta de directores de OutServe-SLDN, viajó también desde Misisipi y arregló que dos marines locales, uniformados, estuvieran a mano para felicitar a Hal, a quien le había dicho cuál era el contenido de la carta y ahora tendría un momento especial para saborearlo.
“Vivió toda su vida adulta con esta vergüenza y esta mancha en su honor”, me dijo John y me explicó por qué había insistido en generar este momento. “El mundo ha cambiado tanto que esa mancha y esa vergüenza desaparecen de un plumazo”.
Durante la reunión, en un penthouse unos pisos arriba del departamento de Hal, le entregaron una gorra roja de marine, pero gritó cuando trató de ponérsela. Tiene algunos nódulos muy dolorosos en el cuero cabelludo a causa del cáncer que se propaga rápidamente.
“Duelen tanto”, les dijo a John, Anne, sus dos sobrinas y varios amigos del edificio. Sin embargo, no se quejaba. Dejaba en claro que no era descortesía el que no se pusiera el regalo.
John leyó la carta, incluida la promesa de que su expediente militar se “corregiría para mostrar que recibió una baja honorable”. Cuando Hal tomó la carta, no la sostuvo, más bien la acarició, presionándola con cada vez mayor fuerza, quizá porque era evidente que reprimía las lágrimas.
“No me queda mucho tiempo de vida”, dijo, “pero siempre lo recordaré”. Le dio las gracias a Anne. Agradeció a sus sobrinas. Agradeció a los marines. Incluso, les dio las gracias a personas en la habitación a las que no tenía nada que agradecer.
Alguien fue a prepararle un whisky con soda y finalmente cedió. Sollozó.
“Es frecuente que se diga que los hombres no lloran”, afirmó. “Soy un marine y soy un hombre. Así es que, perdónenme, por favor”.
Sus comentarios persistieron porque utilizó el tiempo presente. Soy un marine. Y porque se estaba disculpando, este veterano cuyo país le debía una disculpa desde hace muchísimo tiempo.
© 2014 New York Times
News Service.