Los hechos dan la razón a Jesús cuando dijo: “Pobres tendréis siempre con vosotros”, porque han fracasado todos los intentos de establecer un reino en el que todos reciban iguales porciones de riqueza, sin consideración a su aporte a la creación de la misma. Funciona en comunidades muy pequeñas, pero cuando se ha pretendido extender a las grandes sociedades nacionales, los resultados han sido desastrosos, más desastrosos cuando se ha tratado de lograr igualdades perfectas. Lo contrario ha funcionado mucho mejor, si se permite que las personas en libertad lucren de acuerdo a su aporte, a la corta se crea mucha más riqueza, que puede estar desigualmente repartida, pero la capa más pobre logra niveles de vida superiores a los que tiene la inmensa mayoría de los pobladores de países en los que se pretendió instaurar la igualdad. Anotemos que la inequidad que existe en muchas sociedades, como las latinoamericanas, es producto de la imposición política y no de la libertad económica.
Por eso nos extraña que, contra la evidencia histórica, el papa Francisco en su exhortación apostólica La alegría del Evangelio ataque a los sistemas que han creado mayor bienestar en la historia del planeta. Sostiene el pontífice que es ingenuo creer que los mercados producirán mayor equidad e inclusión. Es que los mercados no surgen para producir eso, sino más riqueza. Y dice que es burda la confianza en la bondad de los empresarios. No sé quién tenga confianza en eso, el mercado actúa con eficacia justamente por el egoísta interés de los productores, que aportan a la sociedad con bienes de los que pretenden lucrar. Cuando algún iluminado intenta “mejorar” ese sistema, viene el desastre, basta ver lo que sucede en Venezuela en estos días.
Por cierto que Jesús no dijo que nos quedásemos impávidos ante la existencia de los pobres, todo lo contrario, insistió y enfatizó en la obligación de favorecerlos, al punto de que cuando describe las condiciones en que podremos heredar el Reino, se refiere exclusivamente a la misericordia con los necesitados. Pero es en todo caso un llamado personal a una ética individual de compasión, no es un plan de control del mercado, ni obliga a los estados a “la promoción del Bien Común... sobre los principios de subsidariedad y solidaridad”. Esto suena bonito, pero cuando se impone por la vía del poder ya sabemos dónde terminamos. La generosidad, la solidaridad, la misericordia, como quiera que la llamemos, está en la naturaleza humana, pero se embota cuando la sociedad cree que corresponde al Estado hacerse cargo de los menos favorecidos. En un ambiente de plena libertad, con un Estado dedicado exclusivamente a su obligación de preservar los derechos de la personas, corresponde a las iglesias y otras corporaciones la promoción de la beneficencia privada, más eficaz y equitativa que los proyectos gubernamentales siempre sesgados por intereses económicos y políticos. Esto lo demuestra la experiencia histórica de la fecunda labor misericordiosa realizada en todo el mundo por la propia Iglesia católica.