“El hombre es libre de lo que calla y esclavo de lo que dice”: lo experimentó el entonces candidato Jaime Nebot Saadi, cuando en 1996 obtuvo un segundo lugar en la primera vuelta ante su contendor, el populista Abdalá Bucaram Ortiz. Y no fueron exactamente sus palabras las que lo condenaron en aquel proceso electoral, sino las de su coideario, León Febres-Cordero, que dijo que quienes votaron por Bucaram fueron “el lumpen, prostitutas, marihuaneros y ladrones”. Según analistas políticos, la factura llegó en la segunda vuelta.
Fue una especie de consecuencia con responsabilidad compartida del candidato socialcristiano ante tan desacertada descalificación pública del exmandatario basada en el prejuicio y la prepotencia, en una visión maniquea y moralista que descalifica todo lo que no está alienado con un determinado paradigma de vida.
Ahora, es el propio Nebot el que cae en la consecuencia de esclavitud semántica luego de emitir un comentario homofóbico, la semana anterior, cuando dijo que los integrantes del colectivo Movimiento Centro Democrático, que participaron en una sátira política en su contra, “se disfrazaron de hombres” –como él– y que “salieron de algún clóset de la Prefectura”.
En el comentario es evidente una carga homofóbica. La intolerancia ante las diversidades sexuales no proviene solamente de clases sociales y políticas consideradas referenciales en los imaginarios públicos; está presente en el habla cotidiana del ecuatoriano común, en las comparaciones casuales y conscientes, en ciertos programas de la farándula ecuatoriana televisiva, en el chiste ramplón del locutor de radio o del payaso de circo. En la mofa del amigo de barrio…
Ese imaginario homofóbico imperante en ciertos ecuatorianos –en algunos casos forjado en el temor íntimo e inconsciente de descubrirse ellos mismos con tendencias homosexuales, o por confirmación de prejuicios sembrados desde la infancia– tiene su peor caldo de cultivo en los medios masivos de comunicación.
Y me refiero al propio despliegue que, sin una orientación cuestionadora, replicaron algunos de ellos, especialmente televisivos, que sienten de obligada difusión cualquier declaración de un funcionario al que consideran importante por el solo hecho de ocupar un cargo público. En ellos predomina una escala jerárquica vertical, y miran para otro lado, evitan el cuestionamiento de lo evidente.
Esta posición es un lastre en la tarea de ser los multiplicadores y amplificadores de la tolerancia y respeto ante la diversidad sexual. Y el moralismo enraizado, pacato, permanece inmóvil en el espectro de lo público mediático.
La falta de una postura crítica ante descalificaciones públicas se escuda en la atribución a la fuente donde se origina el prejuicio: “dijo, sentenció, aseveró”, y así salvan responsabilidades posteriores: “Él lo dijo, él lo sentenció, él lo aseveró”.
El manejo del comentario homofóbico armó quites políticos que más bien reafirmaron el prejuicio: en una carta de explicación del alcalde del Puerto Principal, ante una protesta oficial de la Asociación Silueta X, del Observatorio GLBTI, de la Fundación Equidad y el Diverso Ecuador, subrayó que “lo habrían hecho en algún clóset (no en el clóset) de la Prefectura”.
Así, tras cuernos palos, como diría el adagio popular. No resarce, solo pone en evidencia que la prepotencia no claudica.
Así no vamos a ninguna parte.