De manera franca, un consejero del mal llamado quinto poder dio las claves de los criterios que predominaron en la selección del funcionario encargado de la censura. En una entrevista radial explicó que su voto a favor del primero de la terna fue porque el “presidente quiere tener sus hombres de confianza” y por tanto la respuesta del organismo colegiado no podía ser otra que poner ahí a alguien que corresponda a ese perfil. Consciente de los efectos que pueden derivarse de esa decisión, hizo votos porque el presidente no se equivoque ahora cuando “tiene a su superintendente”. Ante las dudas del periodista sobre la conversión de un disciplinado militante antimedios en juez de estos, el entrevistado dijo con toda soltura que “cuando un presidente envía la terna, honestamente cómo vamos a hablar de que va a tener una absoluta independencia”.

Pueden sorprender las respuestas del consejero porque no estamos acostumbrados a tanta franqueza. En anteriores designaciones, que recayeron invariablemente sobre personas del mismo perfil, los miembros del quinto poder acudieron a complicadas explicaciones. Las piruetas retóricas, presentadas como argumentos jurídicos, apuntaban a demostrar la autonomía de ese organismo que, sin representar a nadie, irónicamente se denomina de participación ciudadana. Pero el sinceramiento del consejero en esta ocasión significa el punto final de esa lectura de la mano entre adivinos y la inauguración del realismo político en su máxima expresión.

No podía ser de otra manera. La cantidad de irregularidades que se sucedieron hasta la designación del superintendente hacía imposible seguir dorando la píldora como en los nombramientos anteriores. No debe haber pasado inadvertido para los consejeros que la propia creación de la Superintendencia apareció como por arte de magia en el texto final de la ley, sin que hubiera sido siquiera insinuada en los debates dentro de la comisión legislativa (fue una sorpresa incluso para los asambleístas gubernamentales cuando se enteraron por los medios que habían aprobado su creación). Tampoco deben haber ignorado que en la ley no constan los requisitos para el cargo y que, al sustentarse solamente en el reglamento, viola el artículo 213 de la Constitución. Por último, a menos que estuvieran dedicados a su casa –como argumentó un miembro de otro organismo para evadir un tema espinoso–, es imposible que desconocieran el currículum de parcialización abierta y entusiasta del personaje que encabezaba la terna.

Se hacía imposible, entonces, acudir a los argumentos de fachada legal que medianamente habían funcionado en las ocasiones anteriores. Frente a tanta evidencia era mejor decirlo de frente y con palabras precisas, como las que utilizó el consejero en esa entrevista. Si habían llegado a entender que el presidente necesitaba a su hombre de confianza en ese puesto, era porque habían comprendido el fondo del asunto y que ya no era necesario mantener la preocupación por las formas. Tenían que nombrar al más idóneo para ese puesto, al de confianza, al que acate la orden aun antes de que le sea impartida (como la jueza del libro), porque su palabra es la ley.