En uno de mis cursos universitarios, los alumnos emprendieron un esfuerzo investigativo cuyos resultados quiero compartir porque son muy significativos. La búsqueda de datos con encuestas para tomar una muestra que nos lleve a someras conclusiones, es una práctica útil que prepara a los estudiantes para la empresa mayor del trabajo de graduación. O para cuando orienten su actividad profesional por los tan apetecidos rumbos de la investigación.

Decidimos averiguar cuánto quedaba en el conocimiento de personas en la treintena de edad y con perfil de titulados en alguna carrera, de sus clases de bachillerato concernientes a la Generación del 30. A fin de cuentas, el grupo de escritores que se presenta bajo tal denominación es señero en materia de representatividad literaria, forma parte indiscutible de nuestro patrimonio cultural y escribió unas historias que nos remiten todavía a nuestra relativamente cercana realidad.

Por todo ello, los libros de texto de Lengua y Literatura siempre incluyen –según los grados– fragmentos y hasta textos completos cuando son breves, de “los cinco como un puño” y de sus compañeros de otros ámbitos del país. El conocimiento de las leyendas ecuatorianas de raigambre campesina que ha generado piezas inmortales (como La entundada, de Adalberto Ortiz, por dar un solo ejemplo del sector esmeraldeño), los relatos concisos e impactantes de Los que se van, las novelas de ese tiempo de extraordinaria creatividad –decenas de aparición en el lapso de 20 años– generaron lecturas apasionadas y más de una vocación de escritor.

Algo se cortó en la cadena de adeptos y admiradores del Grupo de Guayaquil y sus colegas, porque los resultados de las encuestas que aplicaron mis estudiantes son preocupantes. Buena parte de los encuestados no recuerda nombres de escritores ni obras principales, confiesa que no ha leído piezas como Los Sangurimas, Huasipungo o Baldomera, y lo que es más grave, no puede ubicar el contorno histórico que explica la aparición de tan compacta literatura. Los fenómenos ecuatorianos como Revolución Liberal, Revolución Juliana, matanza obrera del 15 de noviembre de 1922, desarrollo del sindicalismo, maduración de la izquierda del país, les son inmanejables.

Mis alumnos y yo estábamos convencidos de que nombres como Un hombre muerto a puntapiés, El guaraguao, La tigra, si bien no fueran lecturas cercanas, arrancarían ecos de la memoria que se ocupó de ellos en los años de la secundaria. Pero no fue así. Hemos llegado a la conclusión de que –y lo digo con palabras de una estudiante que hace un severo diagnóstico en su respectivo informe– “poco o nada se conoce sobre nuestra literatura”. Esta es una conclusión desalentadora respecto de los esfuerzos educativos que se movilizaron en torno de cada individuo que obtiene el título de Bachiller de la República. Porque como es obvio, la educación no es una empresa personal sino tumultuosamente colectiva, en la que convergen los empeños de una amplia jerarquía de colaboradores empezando por las familias.

Pensemos en las consecuencias emocionales y cívicas de tales olvidos. ¿Acaso la literatura no contribuye a la formación de una sensibilidad de aprecio a lo propio, de conciencia sobre una manera de proceder, de usar el idioma y de integrar una nacionalidad?

Debo cerrar este resumido comentario con otra pregunta: Maestros colegas, ¿qué está pasando con el aprendizaje juvenil de la Generación del 30?