Los que no son tontos ya se habrán dado cuenta de que me refiero al indio comanche que siempre ha sido el protagonista principal de la historia del Llanero Solitario. En el original inglés se llama así, Tonto, que se tradujo con poco acierto como Toro. El caso es que, un día después del estreno, acudí a ver la versión de Gore Verbinski de este tema. Me llevaba la nostalgia, para mi generación el Llanero Solitario galopando desenfrenadamente, mientras se oye la obertura Guillaume Tell de Rossini, nos retrotrae a la infancia con más gratitud que una marcha forzada al ritmo de Patria, tierra sagrada. La serie televisiva de nuestros recuerdos de niñez debía titularse Tonto, porque el indio siempre tenía el truco más ingenioso y la jugada más audaz. El Llanero solo tenía buena puntería y buena voluntad. En la versión del siglo XXI, las cosas no han cambiado, el comanche es un personaje manifiestamente más inteligente, complejo e interesante que su compañero blanco. Tonto no tiene un pelo de tonto. En todo caso, resulta notable que en una serie de hace 60 años ya se haya producido un personaje para el consumo masivo, que rescataba el sentido de dignidad de las “naciones originarias”, como dicen los americanos.

El western, las películas “de vaqueros”, es un género épico. En conjunto es la narración de la epopeya de la conquista del Oeste por el pueblo americano. Es un amplio corpus en el que hay de todo, desde lo torpe hasta lo sublime, desde lo ingenuo hasta lo profundo. El Llanero entra, digamos, en la categoría de lo sencillo. Pero en su problemática algo elemental tiene el mérito de exaltar un alto valor: la amistad. En la Sierra llamábamos a estas películas “de chullas y bandidos”. El bueno era el “chulla” (del kichwa shuk’lla, uno solo), porque siempre estaba solo, los malos siempre son montoneros. Si bien en el caso de Tonto y su amigo se trata de una pareja, se conserva ese espíritu de individualidad, ese tomarse el destino en la propia mano, esa informalidad, que es el espinazo ideológico del ser americano.

A pesar de todos sus méritos, el western en sí mismo nos ha entregado una visión falseada del Lejano Oeste. Lo que extraemos de las películas es que esa región era en extremo peligrosa y al andar por ella había que esquivar en cada recodo bandas de malhechores y partidas de indios. La investigación de las cifras de la violencia en el Far West arroja una realidad bastante distinta. Se trataba de una zona bastante más segura para vivir que las ciudades del Este norteamericano de entonces y, por supuesto, mucho más que las actuales Caracas, Río de Janeiro o Quito. La imagen de “salvaje” la dan los hombres cargados siempre de revólveres, haciendo justicia por cuenta propia. Bueno, todo indica que ese sistema de orden privado funcionaba bastante mejor de lo que funcionan los actuales órdenes estatales.

El Llanero entra, digamos, en la categoría de lo sencillo. Pero en su problemática algo elemental tiene el mérito de exaltar un alto valor: la amistad. En la Sierra llamábamos a estas películas “de chullas y bandidos”.