La célebre Isabel Paterson solía decir: “en cuanto ley rara, la legislación antimonopolio se gana el primer lugar. Nadie sabe qué es exactamente lo que prohíbe”. Y efectivamente, desde sus inicios las  antitrust laws  han sido un mar de incertidumbre para empresas, abogados, reguladores y jueces estadounidenses. Basta abrir hoy cualquier libro especializado para percatarse de que no existe acuerdo sobre sus objetivos, su racionalidad económica, o sobre sus beneficios, luego de un siglo de vigencia. Lo mismo sucede en Europa. Y nuestra novel Ley de Control del Poder del Mercado, cuyo potencial aún no se realiza en todo su esplendor, lleva todo esto a un nuevo nivel.

Nuestra ley vigente es una fanesca que ha tomado prestado de la legislación española, de la jurisprudencia americana, de los reglamentos europeos, etcétera. El catálogo de prácticas prohibidas y sujetas a control es inacabable. Y esto se suma a una serie de criterios de evaluación laxos e indeterminados que se prestan a mil interpretaciones.

En Estados Unidos la indefinición propia de las leyes  antitrust  ha significado una pesadilla de incertidumbre jurídica para las empresas envueltas en procesos de regulación. No cuesta imaginarse lo que será esto con nuestra tradición burocrática de eficiencia y respeto al ciudadano.

Pero los  law-makers  del buen vivir han sido creativos, no se han limitado a hacer copi-peist. Su inventiva se demuestra en los detalles. A contracorriente de otras legislaciones del mundo, han decidido que la carga de la prueba es demasiado pesada para el Estado. Ese pequeño gran detalle de la ley, contenido en el artículo 47, hace de la Superintendencia de Control de Poder de Mercado un leviatán omnipotente.

La Súper goza de poder casi ilimitado para escarbar en la vida ajena. Puede pasar por su empresa y revisar los documentos y soportes que quiera, cuando quiera, y sin notificación previa, ni orden judicial, “sin que se pueda aducir reserva de ninguna naturaleza”. El permiso del juez es necesario solo si se trata de un domicilio particular o para romper cerraduras.

Y ahí viene lo mejor: si dificultas el acceso a la documentación, o llegas a presentar información que ellos consideren “engañosa”, “falaz” o “artificiosa”, “se invertirá la carga de la prueba”. Es decir, o cantas como gorrión o se presume tu culpa.

Muy diferente es lo que dice, por ejemplo, el reglamento europeo sobre regulación de la competencia: “En todos los procedimientos… la carga de la prueba de una infracción… recaerá sobre la parte o la autoridad que la alegue”. Y eso no cambia si cantas o no. Es una mera consecuencia del principio constitucional del debido proceso, que tiene como pilar fundamental la presunción de inocencia, más aún cuando se trata del Estado contra el ciudadano. Lo mismo pasa en suelo americano. Pero aquí decidieron romper amarras con la tradición jurídica occidental, en un como quien no quiere la cosa.

Sería más lógico eliminar privilegios estatales, como aranceles y trabas burocráticas, verdaderas fuentes de monopolios y barreras al ingreso de nuevos competidores. Pero no, ellos prefirieron dejar todo eso intacto y montar un poderoso aparato de inquisición burocrática, cuyo alcance está por ser probado.