Como si fuera poco lo que pasó en las últimas semanas, al canciller no se le ocurrió mejor momento para denunciar que en la Embajada ecuatoriana en Londres habían encontrado un micrófono oculto. Según su propia declaración, este aparato fue descubierto cuando él anduvo por allá a mediados de junio y de paso se reunió con el huésped Julián. Por ello y porque el funcionario siempre se ha mostrado como una persona locuaz, sorprende que esperara más de dos semanas para denunciar algo tan grave. Llama la atención, además, porque lo hace cuando el problema del exespía Snowden, que había creado suficientes problemas al Gobierno ecuatoriano, parecía aplacarse y lo único que no cabía hacer era abrir otro frente. La prudencia aconsejaba cerrar los muchos que estaban (y están) abiertos.
Es posible que una actuación tan inusual haya nacido del interés por convertir todos esos problemas en un caso de espionaje barato, con lo que se le quitaría el dramatismo que alcanzó en las semanas anteriores. Quizás también alguien del círculo asesor comprendió que Ecuador era el mayor perdedor en el enredo montado en torno a Snowden y que era necesario dar un viraje radical.
Sí, perdedor, porque los traspiés comenzaron cuando el nombre del país saltó a la primera plana de la prensa mundial por los apresurados anuncios de un posible asilo, ya que era inevitable que en esa misma primera plana se destacara la evidente contradicción con el contenido de la Ley de Comunicación aprobada precisamente en esos días. Era difícil también que no se recordaran los reiterados esfuerzos por debilitar al Sistema Interamericano de Derechos Humanos. En muchos lugares del planeta se llegó a conocer o se recordó la deriva autoritaria del Gobierno solamente por esa asociación de hechos, que no habría ocurrido si hubieran controlado las emociones hepáticas.
El siguiente tropezón fue la “renuncia unilateral” a las preferencias arancelarias que otorga Estados Unidos a algunos productos ecuatorianos. Bastó la declaración de un legislador de la ultraderecha norteamericana para que la inquebrantable vocación soberanista del líder saliera a flote y lanzara la frase que pasará factura en dinero y en empleo. Poco después, cuando el daño ya estaba hecho, parecía que las aguas bajaban de nivel, sobre todo cuando condicionó el asilo –como debía ser– a la presencia de Snowden en territorio ecuatoriano (algo imposible de cumplir en las condiciones en que se encuentra) y cuando confesó su poquita molestia por las reiteradas intervenciones del huésped australiano. La papa caliente quedaba en manos rusas, había una preocupación menos y hasta ahí llegaba el asunto.
En ese punto se produjo la revelación del micrófono. Las preguntas sobre las motivaciones para escoger ese momento quedan en el aire. Las respuestas habrá que buscarlas en las antiguas novelas de John Le Carré o Frederick Forsyth. En las antiguas, las que fueron escritas en el clima tenso de la Guerra Fría, no de las actuales, más aburridas y cerebrales porque esos autores –ingenuamente– creen que el mundo cambió desde que cayó el muro.