Visitaste miles de galaxias, te emborrachaste con colores, luces, sonidos, te colaste en túneles buscando salida, mas te devolvieron a la tierra con la misma patada. A veces vomitas en el baño, te encierras en cualquier mueble que tenga puertas a prueba de ruidos, imaginas que alguien te persigue. Es claro para ti que muchas personas te quieren lastimar. En varias oportunidades te encontraron allí en posición fetal, abarquillada, encogida, alabeada, los ojos abiertos sobre la nada. Cuando te sentías sola, el planeta lucía desierto. Hubiera quizás bastado un abrazo, una caricia en tu cabellera, algo que no sea físico sino cómplice, recuerdo del viento, la infancia volviendo al galope. Los demás están ocupados o pretenden forzar aquella puerta del corazón sin saber que el cerrojo está puesto por dentro. Despiertas con moretones, cardenales, sin recordar los golpes que los provocaron. Recuerdas un verso, bien sabes de quién: “Ella duerme por no morir”. Dices: “No sé cómo salir de todo aquello, me siento de mil años”, creo que tienes dieciocho, algo por el estilo. Ángel caído, intentas recordar aquel paraíso donde no cabían prohibiciones, miras oropeles, hueles perfumes, estrechas manos, pero lo esencial es cómo el humo fugaz, la indiferencia puede resultar peor que una violación; cuando la vida se convierte en rompecabezas, nadie te ayuda a salir del laberinto.

Un día cualquiera quisiste entrar en tu propio corazón, encontraste que el pestillo estaba otra vez puesto por dentro. ¿Quién habrá hecho semejante maldad? Te sentiste desposeída, abandonada, empezaste a golpear, gritaste, pateaste. La gente te miraba de un modo raro, tus padres te llevaron donde un psiquiatra. Otro día quisiste llenar tus maletas con recuerdos sin trascendencia, decidiste abandonar tu propia nave, no recuerdas si tomaste pastillas para dormir, fumaste aquel cigarrillo de olor extraño. Cuando despertaste, te habían robado lo poco que quedaba, entonces te sentaste en el suelo, le diste las espaldas al sol, rompiste a llorar frenéticamente.

Más adelante, vagando por la ciudad te metiste en una iglesia en la que no había nadie, gritaste: “Te amo” sin saber a quién. El eco de tu voz retumbó, hizo bailar ambas palabras unas cuantas veces hasta que el silencio las borró de una vez por todas. Desde entonces hasta del eco desconfías. Leíste un montón de libros, agotaste el barullo de las discotecas, probaste con licores a los machos disponibles, prendiste sin cesar la misma pesadilla, besaste bocas sin recordar ojos, pusiste tu cuerpo en el monte de piedad, lo empeñaste una y otra vez. Cada día era más elevado el precio de la garantía prendaria, lo que intentamos poseer termina poseyéndonos.

Dueña de un mundo inexistente vagas entre colillas y galaxias, astillas de luna metidas en la luz del día, esquirlas de sol crepitando en la noche, voces que se tambalean entre risas desquiciadas, sollozos desgoznados. Llega a tu mente una canción que musita tu madre desde aquel pasado vertiginoso, entonces te acuestas, cierras los ojos mareada hasta querer vomitar el alma, desembuchar aflicciones, convertirte en cualquier esfera loca que pueda ir rodando hasta una eternidad sin retorno.