Es impreciso hablar del “derecho” a la libertad. Creo que se debe decir, con más exactitud, que tenemos derecho a ejercer nuestra libertad, puesto que libres nacemos. La libertad yace en el fondo de nuestra conciencia, en esa evidencia primera que no requiere de demostración, que nos permite optar, preferir una posibilidad a otra. El hombre está condenado a ser libre, como decían los existencialistas. Aun en el fondo del calabozo y encadenado, un prisionero tiene libertad, otra cosa es que no pueda ejercerla. El derecho vendría a ser la obligación social de permitir a todos los individuos ejercer esa facultad con la que nacemos.

No existe en el resto del Universo algo que se parezca a la libertad, facultad que nos define como humanos. Ser libre es ser humano, dicho así las demás características sobran. En contraposición, el resto de todos los seres animados e inanimados están condenados a actuar según las leyes inexorables de la naturaleza y el instinto. Entonces, la libertad debe generarse en algo esencial y radicalmente distinto de la materia, que es la sustancia en la que las leyes de la naturaleza actúan. Si digo materia, me refiero a una categoría filosófica, que abarca todo lo que también puede llamarse mundo físico. Al sustrato en el que se expresa y realiza la libertad podemos denominarla alma, espíritu o cualquier otro nombre que exprese una realidad trascendente. Encuentro torpes, contradictorios y perogrullescos todos los intentos de basar la libertad en alguna compleja combinación material. En sana lógica, algo tan distinto de la materia no puede provenir de ella, porque si así fuese, sería ella misma. El espíritu tiene entonces que provenir de una fuente de similar categoría, de un manantial de libertad infinita, al que llamaremos divinidad (me parece que es el nombre que suscita menores controversias). Dulce certeza.

El ateo Jorge Luis Borges tiene un prólogo en verso para una versión del I King. Asume el autor argentino que este (el I Ching en otras versiones) es un libro de adivinación, que consultado de cierta manera predeciría el futuro. No es así, y no creo que el gran escritor lo haya creído así, sino que asume tal hipótesis para expresar su idea. Si hubiese un libro con tales características, no seríamos libres. El porvenir sería, como escribe Borges, “tan irrevocable/ como el rígido ayer” y la voluntad del hombre no podría cambiarlo. “El rigor ha tejido la madeja... la firme trama es de incesante hierro”, ratifica. Mas abre una esperanza en la estrofa final: “Pero en algún recodo de tu encierro/ puede haber una luz, una hendidura./ El camino es fatal como la flecha,/ pero en las grietas está Dios, que acecha”. Un creyente no lo habría expresado mejor: detrás de las opciones que nos permiten escapar a la fatalidad de la materia está la divinidad, en su concepción judeo cristiana occidental, que de barro (evolucionado) nos creó humanos, es decir, nos hizo libres para pecar y optar.