Opinión internacional

Mucha gente se pregunta sobre el fenómeno Lanata: el periodista que está cambiando el modo de informar en la Argentina de hoy. Por si no lo saben los lectores, un programa de periodismo político bate récords de audiencia todos los domingos entre las diez y las doce de la noche. Cada semana, Jorge Lanata y su equipo de periodistas destapan escándalos de corrupción relacionados directamente con la familia gobernante hace diez años y sus más inmediatos colaboradores. En lo que va de la temporada 2013, el programa ha mostrado cómo roban cientos de millones al Estado, se acumulan en bóvedas construidas en los sótanos de casas particulares y se sacan de la Argentina hacia paraísos fiscales o se lavan con una ley hecha a las apuradas a medida de ese dinero. La plata es tanta que no se cuenta: se pesa. Nadie ha salido a desmentirlo: a lo único que atinan es a borrar torpemente las señales de sus propias tropelías y a intentar restarle audiencia al programa de Lanata cambiando –con poca suerte– el horario de los partidos de River y de Boca. El mismo intento de tapar a Lanata con el fútbol es una prueba de que no tienen otro argumento que esconder la mugre debajo de la alfombra. Pero sobre todo es un certificado de que les duele.

A cada programa siguen varias denuncias judiciales de distintos actores a los implicados, que probablemente no prosperen por lo menos mientras dure el amparo del poder político. Y es tal la popularidad de Lanata que si prosperara una querella de los implicados en su contra, haría un daño fenomenal en el capital político del gobierno, ya bastante maltrecho por cierto. Como en otras ocasiones en las que no hay respuesta posible, la presidenta ignora olímpicamente los hechos a pesar de los incesantes desafíos de Lanata para que desmienta los que muestra cada domingo a millones de argentinos.

Jorge Lanata no lo hace con la cara enojada de los periodistas ácidos. Comienza con un monólogo en solfa y termina con un editorial furibundo, pero en el medio hay un show que cuenta con actores, imitadores, puesta en escena, bromas, malas palabras, parodias y mucha información con su correspondiente producción. Eso es lo que llamo género cuchufleta.

La cuchufleta es tan vieja como el periodismo y consiste en usar la ironía para criticar. Durante la década kirchnerista, el primero que lo utilizó fue Alejandro Borensztein en la edición de los domingos del diario Clarín. Lo siguió Carlos Reymundo Roberts en la página dos de La Nación de los sábados. El padre de Borensztein era Tato Bores, un humorista político que en las décadas del sesenta y setenta tenía en vilo a la audiencia y a los políticos desde la televisión en blanco y negro: vestía de frac y fumaba un cigarro descomunal. La gran novedad es que Lanata no usa la ironía para opinar, sino para informar. Lleva año y medio en la televisión y un poco menos en la radio, ahora cuatro horas por día de lunes a viernes con un éxito fenomenal.

El género desarma al poder y gusta al público. Lanata le está ganando la agenda al gobierno, que va detrás contando cadáveres y contraoperando, porque cada vez que han intentado desmentirlo no han hecho más que agregar pruebas a lo que Lanata denunció esa semana. Cuando hablan, se entierran más y Lanata les hace pito catalán desde la pantalla. La cuchufleta se ha vuelto el género más adecuado para contar los desaguisados de los autoritarios, porque el público no podría creer jamás lo que Lanata y su equipo cuentan del gobierno si lo hicieran en tono serio, pero tampoco los autoritarios pueden creer que alguien se esté riendo de ellos en la cara.

Pero no es el género ni el pito catalán lo que molesta al gobierno, sino la valentía de Jorge Lanata para decir lo que casi todo el mundo sabe pero calla porque no se anima o no tiene altavoz. A la valentía o a la temeridad de Lanata hay que sumar la obscenidad de la corrupción que deja huellas por todas partes y el apoyo económico del Grupo Clarín, que está dispuesto a morir matando ante los ataques del kirchnerismo. El programa de Lanata cuesta mucho dinero que Clarín invierte con gusto y sin pedirle nada a cambio: ya se sabe que a Lanata no se le ponen límites. Esa fórmula mortal deschava las intenciones de los revolucionarios populistas, esos que dicen que quieren cambiar la Argentina, mientras Lanata prueba todas las semanas que lo único que cambian es la plata de lugar, cuando va desde las arcas del Estado a sus cuentas bancarias en paraísos fiscales. Y así no hay revolución que aguante.