Por una invitación a participar en una sesión científica, en el hospital Luis Vernaza, tuve la oportunidad de rememorar los años de vida hospitalaria, cuando se es estudiante de Medicina. Jóvenes universitarios –ataviados con sus mandiles, mochilas, libros y, ahora, con equipos electrónicos diversos– entraban y salían de las diferentes salas de hospitalización, teniendo como común lugar de encuentro el parque central que, limitado al fondo por la capilla, brinda un ambiente acogedor a quien lo visita. Diferentes grupos de estudiantes comentaban la clase recién recibida, quizás discutían entre ellos algún diagnóstico, o dialogaban con su profesor quién sabe sobre qué tema. Podría atreverme a afirmar que no hay médico en nuestra ciudad que, en parte, no se haya formado en tan antiguo hospital, ícono de nuestra ciudad.

El corto tiempo que estuve ahí fue suficiente para reavivar en mí el viejo anhelo de contar con hospitales universitarios. La verdadera medicina se aprende en el hospital, junto al paciente. La descripción teórica de las distintas enfermedades plasmada en un texto, los recursos audiovisuales actualmente disponibles o los modernos maniquíes de simulación jamás se compararán con el aprendizaje “in situ” a través del interrogatorio directo, la elaboración de la historia clínica, la palpación y la auscultación del paciente, la revisión de los exámenes complementarios, la discusión de los diagnósticos diferenciales y las demás experiencias propias de la vida hospitalaria. Cada paciente tiene su presentación clínica propia, aun cuando comparta el mismo diagnóstico de su vecino de al lado. El primer contacto con el paciente se da usualmente en el tercer año de la carrera, aunque algunos estudiantes más curiosos e interesados lo hacen antes. Desde ese momento y a menos que nos dediquemos exclusivamente al ejercicio privado, nuestra vida médica permanecerá vinculada al hospital.

Un hospital universitario bien dirigido y bien administrado se convierte en referente de medicina de calidad; el lugar donde priman la academia, la ciencia y la tecnología, facilitando un adecuado aprendizaje para quienes están en formación y ofreciendo la mejor atención médica para el paciente. En los países desarrollados, los mejores hospitales son los universitarios. De hecho, al referirnos a un hospital extranjero, preguntamos y requerimos información sobre la universidad a la que pertenece, pues eso significa respaldo. Sus médicos son profesores de la universidad y es esta la que establece las directrices respectivas: atender pacientes, ejercer la docencia, hacer investigación científica. Todo ello, sumado a un salario digno, es más que suficiente para dedicarse por completo al trabajo hospitalario.

Acá, en mi querido país, sucede al revés. Los hospitales no cuentan con los mejores académicos en Medicina, crece el número de renuncias y retiros de los especialistas, cada vez hay más restricciones para la docencia, los posgrados no terminan de volver a ponerse en marcha, los médicos deben completar su presupuesto con la medicina privada y apenas hay tiempo para pensar en investigación.

El único hospital universitario de Guayaquil, cuya atención empezó en el 2005, no obstante sus esfuerzos, ha requerido establecer alianza estratégica con el Ministerio de Salud Pública. En los años 80, cuando yo era aún estudiante universitaria, escuchaba hablar de proyectos del hospital universitario. Aún espero que se hagan realidad.