Al parecer, a los discípulos de Jesús no les gustaban mucho los niños. Por ello, según relata Mateo el evangelista, cuando algunos de ellos se le acercaron, aquellos trataron de impedirlo, pero Jesús les dijo: “Dejad que los niños vengan a mí, porque de los que son como ellos es el reino de los cielos”. Amar a los niños es tan fácil, fluye como el agua del río. Su candidez, su dulzura, su canto a la vida, la esperanza que representan por sí y para la humanidad nos conquistan. Pero reparemos en que Jesús, inspirado en ellos, les daba el cielo a quienes tienen su rostro. De ahí que seguir siendo niños después de ser niños es el gran reto de la existencia, aprehendiendo el mundo, mas sin dejar de tener la grandeza espiritual de los pequeños, que siempre dicen la verdad si no les han enseñado lo contrario con el ejemplo.
Amar a los niños es recordar lo que fuimos, es encontrarnos con lo más profundo, empezar a ser padres a través de los sobrinos y cuando llegan los hijos, gritar fuerte, desde lo alto de la más alta montaña, para proclamar que somos los seres más felices del planeta, para después, como se hace con la mujer que se ama, darles sol y lluvia, a fin de que crezcan hermosos y se conviertan en robustos árboles.
Amar a los niños es amarlos en serio, aunque no provengan de nuestra sangre, para que luego, en algún recodo de su camino, no se transformen en desviados adultos. Por ello, duele ver aún niños trabajando en las calles, haciendo maromas para llevar un mendrugo de pan a sus familias. Duele que uno de tres niños en los países aún dependientes viva en extrema pobreza, con menos de un dólar diario. Duele que uno de doce muera antes de los cinco años, que treinta de cien sufran desnutrición los primeros cinco años, elevándose a cuarenta y cuatro en zonas depauperadas como la provincia de Chimborazo. Duele que más de la mitad de los niños en dichos países no sea reconocida oficialmente, que diecisiete de cien no vayan a la escuela y que otros veinticinco no terminen el quinto grado. Que mueran y sean mutilados en las guerras.
Duele que sigamos hablando de esto y sigan los padecimientos, porque la sociedad en su conjunto no se preocupe de cambiar la vida de esos niños, como si fueran sus hijos, que los gobiernos no hagan lo que deben hacer, que continúe habiendo una injusta distribución de la riqueza, que su interés superior no prevalezca, sino el de padres que les enseñan violencia, egoísmo, mediocridad.
El día de la posesión del presidente Correa cantaron unos niños rescatados del trabajo y devueltos a su infantil mundo, y una niña con síndrome de Down portó la banda presidencial. Ellos simbolizan la esperanza, en donde la educación tiene una gran palabra que decir.
Gianni Rodari escribió el cuento Uno y siete, en el que nos dice de un niño que era siete niños, con nombres distintos, que vivían en ciudades distintas, cuyos padres realizaban oficios distintos. Tenían el pelo y el color de la piel distintos. Sin embargo, eran el mismo niño y reían en el mismo idioma. Ahora los siete han crecido y no podrán declararse la guerra, porque los siete son un solo hombre.
Aunque Heráclito de Éfeso decía que sus habitantes debían ahorcar a los adultos para que los menores de edad gobiernen, es mejor dejar a los niños que lo sigan siendo con sus juegos, su familia y su escuela. Que Calvin siga amando la libertad y Daniel El Travieso siga con sus travesuras. Y que los adultos, como pide Mafalda, no digamos “adulteces”.