Leo que se ha publicado un libro en los Estados Unidos titulado El placer de la x, en el cual un afamado profesor de Cornell propone, al común de los alumnos, estudiar matemáticas con interés, hasta con fascinación. El tema se moja en mi memoria como la magdalena de Proust y me lanza a mi personal experiencia en el “terrible campo de los números”.

Puedo testimoniar que fui redimida de una buena etapa de sentirme incompetente y mermada de inteligencia, por la luz feliz de la teoría de las inteligencias múltiples. Pasé los dorados años escolares en la penumbra del horror por las matemáticas. De esa hondonada de tristeza y menoscabo, solo me rescataban la Historia Sagrada, las discusiones con una monjita agresiva con mi proclividad liberal (me atreví a defender a Alfaro cuando ella elevaba a los altares a García Moreno) y la lectura en voz de mis composiciones que otra religiosa ponía como modelos.

Pero no había cómo evadir las clases de matemáticas, peor cuando fui a dar a un colegio de comercio que me empujó por los corredores del cálculo mercantil, el álgebra y la contabilidad. Muchas veces he meditado en qué falló en el lento y gradual ascenso a esa cúspide del saber que, según los psicopedagogos, debe estar al alcance de todos. El bachillerato de mi tiempo no exigía demasiado, no estaba impelido por ingresar a la Espol ni ponía a competir a los estudiantes en abstractas habilidades numéricas. Tuve profesoras llenas de buenas intenciones aunque no acertaran en las metodologías del aprendizaje (una de ellas se gozaba en el manejo del terror, en la solemne demanda de los resultados en medio de un aula calurosa, a las 3 de la tarde). Si me acojo al vocabulario de Gardner, autor de la teoría de mi redención, esa profesora austera, que no reía jamás, me produjo una “experiencia paralizante” a la temprana edad de 12 años. Desde entonces me divorcié de las matemáticas, aunque paradójicamente lidié con ellas hasta graduarme de bachiller (logro que conseguí por auxilio de algunas buenas compañeras cuya amistad atesoro todavía).

Haber encontrado explicación para mis infantiles viajes lingüísticos, mis incursiones en la literatura antes de saber leer, la fácil memorización de versos, fechas y toda clase de nombres, puso la dosis de serenidad, equilibrio y, con otro término del mismo Gardner, el ejercicio intrapersonal indispensable para la autoaceptación y el amor propio.

Sin embargo, por algún lado retumba la necesidad de respuestas. O la formulación de alguna hipótesis volandera con el clásico “si hubiera”. Es decir, ¿qué habría pasado si hubiera tenido otro tipo de profesora? ¿Habría gozado con los cifras si me las hubieran puesto sobre el tapete pedagógico con las artes de nuestros días? ¿O acaso el desarrollo exacerbado de un sector del cerebro pone en mengua o arrincona las potencialidades de otro?

Con estos antecedentes, vale esperar el libro en cuestión, que como tantos otros toca la puerta de los maestros. Profesionales de las aulas a quienes los cambios, las nuevas leyes, las flamantes teorías nos sorprenden en el camino, aferrados a una manera de hacer educación porque “esa” nos ha dado resultado aunque sea para levantarnos una imagen de ¿estrictos, dignos, afanosos, ejecutores? Pero si como sostiene la revista Rocinante de este mes, los maestros ecuatorianos no leen, seguimos en problemas.