Una máxima de la política en tiempos de comunicación masiva sostiene que los gobernantes deben decirle a la gente lo que quiere oír, pero deben hacer lo que ellos creen que es necesario, aunque vaya en sentido contrario a lo que sostienen con palabras. La historia reciente de nuestro país está plagada de ejemplos en ese sentido. Hay que recordar a los gobernantes que cuestionaban al neoliberalismo, pero eran fieles seguidores de las recetas del Consenso de Washington o los que, por el contrario, decían enmarcarse en esa línea política, pero terminaban como entusiastas populistas económicos. Unos y otros le decían a la gente lo que era grato para sus oídos, pero en el momento de actuar ponían por delante los propios intereses o, en el mejor de los casos, los criterios supuestamente técnicos que no son entendidos por los simples mortales y por tanto no hay que explicárselos.

Los dos primeros gobiernos de Rafael Correa no se han diferenciado en este aspecto de sus antecesores. La retórica de izquierda (incluso la que quedó escrita en la Constitución) ha chocado con la posición conservadora en términos de valores, con la priorización del extractivismo como eje de la economía, con la exclusión de los movimientos sociales, con la criminalización de la protesta y con la restricción a cualquier forma autónoma de participación de la sociedad. No se trata solamente del conductor del vehículo que da señales a la izquierda pero gira a la derecha, como suele graficar Alberto Acosta, sino de los pasos necesarios para la implantación de un modelo político y económico que está claramente diseñado en la cabeza del líder. Sus constantes apelaciones al caso surcoreano y el entusiasmo con el calificativo de jaguar indican claramente la dirección.

Las pistas que han aparecido en las últimas semanas llevan a pensar que el tercer periodo estará guiado por ese modelo. La selección del candidato a vicepresidente, los anuncios de reformas constitucionales, los cambios operados en el gabinete, la supresión de ministerios y la creación de otros nuevos y, sobre todo, el anuncio de la negociación de un tratado con la Unión Europea son señales de la profundización de esa línea. Dos detalles en este último hecho ilustran mejor la situación. Primero, la salida de Paco Velasco de la Asamblea puede ser un acto preventivo frente al potencial aparecimiento de una disidencia interna (¿se habría opuesto a la negociación del TLC si se hubiera quedado en la Comisión de Economía?). Segundo, la Cancillería se queda sin vela en ese entierro, lo que significa que podrá seguir con su palabra encendida de nacionalismo mientras las papas se cocinan en otro lado.

Varias personas han sostenido que todo esto constituye un viraje en la orientación del gobierno y que el tercer gobierno se parecerá mucho más a los de la derecha modernizadora. Sea que haya viraje o que siempre fue así, queda por ver si va a mantener el divorcio entre los actos y las palabras o acomoda lo dicho a lo hecho.