Los desalojos duelen, impactan, sobrecogen. Más allá de que se pretenda frenar a los traficantes de tierras y ordenar el crecimiento urbano duelen los niños llorando y las mujeres impotentes, duele ver los techos de zinc hacerse como acordeón, duele la brutalidad de la fuerza… duele ver más de 1.000 policías y cientos de militares respaldar una orden para poner orden en el caos de las invasiones. Por último duele la ley, la razón, la pobreza. Cada vez encuentro más cuestionable la imagen de la justicia con los ojos vendados. La justicia tiene que ver y ver muy bien para no aplicar la misma vara a todos, una cosa es ser traficante de tierras, otra, familias pobres que buscan un lugar donde vivir. Sin pobres no hubiera invasiones ni traficantes que se aprovechan de la necesidad de quienes no tienen un lugar donde poner un techo que los cobije. Sobrecoge el poder de la ley, más cuando está aupada para cumplirse en el poder de la fuerza, de las armas, de los escudos, las botas y los gases.

Recuerdo cuando viviendo en el sector Las Lomas, cercano a la ciudadela Ferroviaria, alguien que no quería tener pobres al lado de la ciudadela que se estaba formando, La Fuente, disparó sobre los moradores desde lo alto del cerro. Yo veía un humo blanco pasar cerca de mi cabeza, pero el sol me impedía distinguir que eran proyectiles. O cuando a los moradores de San Pedro y Las Lomas les ofrecieron trasladarlos juntos a otro lugar de la ciudad porque estaban muy cerca del centro y era mejor que personas con mayor poder económico ocuparan esos solares privilegiados.

Los pobres viven como en hormigueros donde se conocen y se ayudan, diseminados en los cerros y en el lodo o el polvo, pero solidarios: se prestan desde la sal hasta el dinero para comer un arroz con huevo. Todos los esquemas económicos y las contabilidades se hacen añicos frente a la economía solidaria de sobrevivencia y, entonces, los “doctores” dicen: Los pobres mienten, tienen más de lo que dicen tener…

Creo que el milagro de la multiplicación de los peces y los panes que relata el Evangelio, es el milagro de la puesta en común de lo que cada uno tiene. Cuando los oyentes de Jesús se atrevieron a sacar lo que tenían en sus morrales, entonces alcanzó para todos y sobró, es la multiplicación que crea el amor cuando se asume el riesgo de compartir y se abandona las seguridades que da el tener algo solo para mí.

En los barrios populares los pobres están presentes en todos los acontecimientos importantes. En los nacimientos, en los hospitales llevando una manzana a su vecino enfermo, en los casamientos, en los velorios están todos acompañando. Se conocen, se protegen.

Es relativamente fácil destruir, pero cuánto cuesta construir, para eso se necesitan todas las manos y todas las ideas. Para destruir bastan retroexcavadoras, funcionarios que den órdenes, fuerzas policiales y militares obedientes.

¿A dónde estudiarán los niños y jóvenes que allí vivían, el desarraigo qué secuelas tendrá en su futuro? ¿Dónde trabajarán los moradores desalojados, perderán también sus empleos, por inestables que ellos sean? ¿Quién acogerá las familias pasados los primeros días de emoción solidaria, cuando los gastos cotidianos, los problemas de convivencia afloren?

El valor político de la ternura y la empatía es tarea pendiente.