Víctor Barriga se mudó a Bucay para trabajar como ayudante de construcción, en un nuevo intento por dejar atrás los años que perdió sumergido en la oscuridad de las drogas. Quería cambiar, asegura su hermana, por su pequeña hija de 7 años.

Se dedicó a su empleo durante ocho meses hasta que regresó a Guayaquil para compartir con su familia las fiestas de Navidad del 2020. Llegó renovado y, para sorpresa de su familia, robusto. La delgadez que mantuvo desde la adolescencia por su adicción a la marihuana había desaparecido.

Charlaron por horas, jugaron con un minibillar infantil y rieron mucho “con sus bromas” durante la Nochebuena. La alegría de aquel reencuentro familiar duró poco, se esfumó la madrugada del 29, luego que un amigo lo llevara “a dar una vuelta”. No regresó.

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Cerca de su hogar, en el sector de Bastión Popular, fue detenido por la Policía por mostrar una “actitud nerviosa y evasiva de control”, según el proceso judicial. Le encontraron, detalla la causa, con 7,2 gramos de marihuana y 4,6 gramos de heroína, escondidos en la pretina de su pantaloneta. “Acepto que cometí la infracción, porque yo tenía la droga para mi consumo”, reconoció Víctor en la audiencia. Aunque a la familia les confesó, narra su hermana, que un amigo le habría pedido que entregara la droga a otra persona.

Lo sentenciaron a 20 meses de prisión por tráfico de sustancias, pero alcanzó a cumplir nueve en la Penitenciaría del Litoral, recinto que se convirtió en el escenario de la mayor masacre en la historia carcelaria del país, el 28 de septiembre. Ese día, 119 personas privadas de la libertad fueron asesinadas en medio de un enfrentamiento armado entre bandas narcodelictivas.

Este Diario tuvo acceso a un listado con nombres de 109 de las 119 víctimas. De ellos, 38 estaban apresados por tráfico ilícito de sustancias, cuyas penas iban de ocho meses a diez años de prisión. Otros tres procesados estaban sin sentencia.

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Plan para transformar las cárceles apenas se ha cumplido en el 4 %

En el caso de Víctor, de 24 años, fue asesinado tras recibir múltiples puñaladas en el cuello y pecho. Su cuerpo, además, tenía quemaduras en el torso, brazos y piernas. Su hermana lo reconoció, asegura afligida, por el nombre de la hija que tenía tatuado a un lado del cuello, luego de no distinguir otros tres grabados que tenía su hermano en la piel carbonizada de ambas manos.

Aquella dolorosa imagen de su hermano la atormenta, llega a su mente de un momento a otro como “un golpe”, pero enseguida –asegura– la bloquea con oraciones y recuerdos de aquel niño que disfrutaba de jugar fútbol y bolicha, cuando la calle del barrio era de tierra.

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“Es injusto..., no tenían que estar mezclados con personas peligrosas, asesinos”, cuestiona su hermana, un mes y medio después de aquella matanza, que no fue la única de este 2021. En los tres enfrentamientos de este año, hasta el 12 de noviembre, 335 presos fueron asesinados. Hubo decapitados, baleados y quemados.

Desde ese ‘infierno’, donde los cabecillas de cada pabellón controlan, reclutan a los recién llegados y los extorsionan, Víctor lograba comunicarse con sus familiares casi a diario.

Más de 300 reos asesinados a nivel nacional durante enfrentamientos entre bandas delictivas en el interior de centros carcelarios

A su mamá le escribió un día antes de ser asesinado, el 27, por la red social Facebook: “Te quiero mucho, mamá, nunca lo olvides”. El mensaje lo leyó al día siguiente, porque aquella noche llegó tarde del trabajo y se acostó a dormir. Le respondió en la mañana, pero “ya nunca más contestó”.

Las fotos y videos de la masacre se multiplicaban en los medios y redes sociales, cuando empezó el peregrinaje de esta familia por la ‘Peni’, Policía Judicial, parque Samanes y morgue. La incertidumbre de no saber de él les dio esperanza de que pudiera estar herido. Se aferraron a esa posibilidad hasta el 2 de octubre, cuando les avisaron que había un cuerpo con sus características.

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Al día siguiente, en el cementerio del suburbio Ángel María Canals sepultaron a Víctor, quien tras las rejas le repetía a su hermana que quería recuperar su libertad para “empezar de nuevo”. Pero, dice su familia, no pudo hacerlo porque el sistema carcelario no protegió su vida. (I)

Familiares exigen salud y medicinas

Las últimas tres masacres penitenciarias, que llenaron de dolor a las familias de las 335 personas privadas de la libertad asesinadas durante este 2021, han dejado al descubierto una serie de falencias y derechos vulnerados que se viven dentro de un sistema carcelario doblegado por los jefes de organizaciones narcodelictivas.

Son padres, hijos, hermanos y esposos los que reclaman por una “pésima” comida, visitas suspendidas, falta de medicinas y una “deficiente atención de salud” en el interior de las cárceles. Algunos de los que se enferman deben pagar, coinciden familiares, para recibir los fármacos. Algunos han cancelado hasta $ 26 por una caja de 30 píldoras.

Solo los ‘duros’ o amigos de los ‘jefes’ accederían a los servicios de salud, asegura la madre de un preso asesinado el 28 de septiembre.

El Ministerio de Salud señaló, en un comunicado, que desde el 2018 tiene un modelo de atención carcelario que contempla actividades para la promoción de la salud y programas de prevención de VIH, Tuberculosis, entre otros, con exámenes de laboratorio y medicamentos gratuitos.

En los exteriores de la Penitenciaría del Litoral, los familiares de las personas privadas de la libertad exigían acceso a la salud, en días pasados. Foto: Carlos Barros

En tanto, el Ministerio de Inclusión Económica y Social (MIES) señaló que su personal psicológico ha dado soporte a los deudos y acoge a los niños que han perdido a sus padres en los amotinamientos y no tienen un referente familiar.

Actualmente, según esta institución, tienen a su cargo 24 hijos de personas privadas de libertad: 17 están en centros de Quito; 3, en Latacunga; 2, en Tena; uno, en Cuenca; y uno, en Esmeraldas. Además, este año se han dado –añade el MIES– 20 reinserciones familiares, 3 declaratorias favorables para ser adoptados y una emancipación.

En los centros infantiles del MIES, cercanos a las cárceles, también atienden a 52 niños –de 2 a 36 meses– que viven con sus madres en la prisión, desde donde son movilizados bajo la seguridad del SNAI. (I)