Amanda se acerca al oído del paciente y le susurra: “Don Marquito, por favor, respire. Escuche mi voz”. Es incierto si él la escucha. No puede contestarle con palabras ni gestos. Está sedado. Los únicos que pueden dar respuesta son sus signos vitales, cuyo registro lo llevan el ruido de las máquinas y el vibrar de los ventiladores.
Amanda es terapeuta respiratoria en la sala de cuidados intensivos de un hospital del Instituto Ecuatoriano de Seguridad Social (IESS) de Quito. Ha trabajado en la primera línea de atención desde la primera ola de la pandemia. Ella y una emergencióloga de un hospital del IESS de Guayaquil contaron el duelo, el agotamiento y las carencias que el personal sanitario sufre atendiendo a los pacientes de COVID-19. Lo hicieron a fuerza de reservar sus nombres para garantizar su estabilidad laboral. Las llamaremos Amanda e Isabel.
Publicidad
Isabel está curtida por la tragedia. Antes de trabajar como emergencióloga, servía en la sala de terapia intensiva de un hospital público de Quito. Lleva casi dos años peleando contra el coronavirus. Cuando recuerda a sus pacientes que han muerto, su tono se pone triste. “Se está volviendo algo habitual la muerte, el dolor y el sufrimiento de las familias y, con el tiempo, nos hemos dado cuenta de que eso sí nos pesa, nos carga”, se lamenta.
Las cifras del Ministerio de Salud Pública (MSP) reflejan que la cantidad de pacientes con COVID-19 en las áreas de cuidados intensivos se incrementó inusitadamente a inicios de este año y llegó a su nivel más crítico en los últimos días de enero. Se ocupó entre el 70 % y el 80 % de las unidades de cuidados intensivos (UCI) disponibles en el país, algo que no había sucedido desde mediados del 2021.
Publicidad
Hubo hospitales que llegaron al límite de su capacidad, con todas las UCI ocupadas. Eso sucedió en los hospitales donde trabajan Amanda e Isabel. Fueron días muy duros para ellas y sus compañeros.
Los turnos del personal de salud demandan muchas horas de trabajo, más aún cuando atienden pacientes con COVID-19 que deben estar en vigilancia permanente. Cada cuatro días, Amanda cumple turnos de 24 horas seguidas, que comparte con otros nueve terapeutas con los que se organiza para cuidar las dos salas de UCI para pacientes con esta enfermedad. “Hay turnos en que, si logramos dormir tres horas, es pura suerte (...). Terminamos los turnos con dolor de cabeza, de pies y piernas, además del cansancio mental que es fuerte”, afirma.
Avance de la pandemia del COVID-19 en Ecuador, en vivo
Al comenzar febrero, la ocupación de UCI cempezó a disminuir en el país, según las cifras oficiales. Sin embargo, quedan quienes ingresaron en semanas pasadas y todavía no han logrado recuperarse.
Isabel sí ha sentido ese descenso. Cuenta que en la última semana no ha habido nuevos ingresos en el hospital en el que trabaja. “Es como una luz esperanzadora que nos hace pensar que esta ola está pasando”, dice alentada.
Sin embargo, las largas jornadas no han cesado y ese no es el único problema del personal de salud. Isabel cuenta que, al inicio de la pandemia, usar los trajes de bioseguridad era todo un reto a la hora de trabajar. “Era terrible andar cubierta de pies a cabeza. No se podía respirar bien, el calor era insoportable. Nada más ir al baño era casi imposible”, comenta.
Hoy, con más conocimiento sobre las medidas de bioseguridad, Isabel asegura que su rutina en el hospital es un poco más llevadera. Cambió el pesado traje blanco por su bata característica de médico, un gorrito y la infaltable mascarilla N-95.
Trabajar enfermo cuidando enfermos
Algo que comparten Isabel y Amanda es la preocupación de que, ya sea por enfermedad o despidos, haya menos personal y sus jornadas laborales se vuelvan aún más pesadas de lo que ya son.
Amanda cuenta que, en su lugar de trabajo, gran parte del personal de salud se contagió con coronavirus en enero. Sin embargo, tuvieron que seguir trabajando a pesar del malestar físico que supone esta enfermedad.
“Hemos quedado con secuelas, como dolores articulares, musculares, tos y más, pero aun así tuvimos que seguir trabajando porque no hay personal para cubrir nuestros turnos y no todo el personal del hospital está capacitado para trabajar en esta área”, se queja.
Con esto concuerda Isabel y señala que varios de sus compañeros han tenido que hacer sus guardias enfermos. “Los contagiados obviamente trabajan en la sala de COVID”, dice pensando en la ironía de estar enfermo curando enfermos.
“Hemos tenido que venir a trabajar a pesar del malestar, la fiebre y el cansancio. Nos ha tocado trabajar así porque, si no, quedan espacios vacíos en el turno y eso vuelve más pesado el trabajo”, afirma.
A propósito, la Organización Panamericana de la Salud (OPS), en un comunicado emitido el pasado 13 de enero, rescató que “la pandemia evidenció el desgaste del personal de salud y en los países en los que el sistema de salud colapsó, el personal sufrió jornadas extenuantes y dilemas éticos que impactaron en su salud mental”.
Ante esto, la OPS recomendó el urgente desarrollo de políticas específicas que permitan organizar acciones de protección para la salud mental del personal de salud.
Además, sugirió modificar el ambiente laboral para que se garanticen condiciones de trabajo adecuadas, así como otorgar remuneraciones dignas, condiciones contractuales estables y la creación de espacios en los que los equipos puedan desahogarse y realizar prácticas de autocuidado.
Este Diario pidió una entrevista al MSP para conocer qué medidas han tomado en los hospitales públicos, pero no hubo respuesta.
Avance de la vacunación contra el COVID-19 en Ecuador, en vivo
El psicoterapeuta y director de la fundación Casa de la Familia, Patricio Santamaría, cuenta que la sobresaturación laboral puede desencadenar el síndrome de Burnout o del quemado.
En psicología, este término hace referencia al estrés crónico que experimentan las personas por exceso de trabajo sin retroalimentación laboral ni descanso.
Las consecuencias podrían llevar a que quien lo experimente, desarrolle un agotamiento físico y mental extremo y, con el tiempo, podría producir una alteración de personalidad, adoptando una actitud de indiferencia o desapego, además de irritabilidad y dificultades para manejar la frustración.
Santamaría precisa que esto, a futuro, “puede repercutir en un descenso en la productividad laboral y al estar física y mentalmente agotados, no podrán realizar un trabajo eficaz”. Esta advertencia es crítica en profesionales de cuyo rendimiento dependen vidas.
El duelo por los pacientes
Lidiar con tantas muertes afectó la salud de Isabel. “No podía dormir, no tenía hambre, bajé de peso, me sentía mal y tenía mal genio constantemente (...), pues aunque siempre hemos tenido pacientes críticos, nunca han sido de este tipo, tan severos y con tanto riesgo de fallecimiento”, se lamenta.
Sobre este mismo tema, Amanda cuenta que cuando los pacientes no logran recuperarse, siente una tristeza profunda al saber que una familia perdió a alguien y que esta persona murió sola, porque “lastimosamente nadie puede entrar al área de cuidados intensivos para hacerle compañía”.
“Es muy duro vivir esto. Cuando una persona muere cogiéndote las manos, cuando después de que lo intubaron te pide que le prometas que va a salir de esa cama, de ese cuarto. Cuando te piden una videollamada para despedirse de su familia porque saben que se acerca el final. Saber que esa persona tiene hijos, padres, hermanos. Esto es muy duro en verdad”, solloza.
La idea de afrontar la muerte tiene peculiaridades que dependen de cada ser humano, sostiene Patricio Santamaría. Explica que, pese a que sabemos que somos finitos, nadie está preparado para perder a un ser querido, en ningún contexto.
El duelo, sostiene el especialista, no es algo que experimentan únicamente los familiares de quien ha fallecido; también quienes han creado lazos con él, por más corto que haya sido el periodo. Eso les sucede al personal de salud. “Se crea un vínculo y en el imaginario del médico está que tiene que poder salvarle la vida y, cuando esto no se logra, hay una pérdida y por ende un duelo”, explica.
Santamaría alerta que la constante exposición del personal de salud a las muertes en masa y la serie de duelos por pacientes perdidos, sumado a no priorizar su autocuidado, pueden ser una bomba de tiempo que podría desencadenar en un estrés crónico que, incluso, provoque afectaciones fisiológicas.
De acuerdo con la OPS, Ecuador está entre los países en los que al menos el 10 % de su personal sanitario se contagió de COVID-19. Esto, indica un comunicado publicado la semana pasada, “ha dado lugar a elevadas tasas de síntomas depresivos, pensamientos suicidas y angustia psicológica”.
Para Santamaría, que el personal de salud vaya a terapia es imprescindible al ser una herramienta que, además de servir como descarga emocional, ayuda a entenderse uno mismo y la forma en la que percibe el mundo.
Amanda e Isabel no se conocen. Trabajan a más de 430 kilómetros de distancia una de la otra. Una en Guayaquil, la otra en Quito. A pesar de esta lejanía y de nunca haber trabajado juntas, han experimentado la crudeza del saldo que ha dejado el COVID-19 a su paso y ambas, a pesar de estar conscientes de que el camino es cuesta arriba, comparten la idea de que cuando logran salvarle la vida a alguien, todo su trabajo ha valido la pena.
Isabel siente que cuando un paciente logra salir, es lo más maravilloso. “Ellos se despiertan desorientados, no saben dónde están ni qué pasó. Cuando al fin se les saca el tubo, lo más hermoso de ellos es que no piensan en sí mismos. Por lo general preguntan por su familia. Siempre piensan en su familia”, dice. Para ella, poder ser parte de eso es lo más lindo de su trabajo.
Amanda recuerda a sus pacientes que estuvieron intubados varios meses y lograron salvarse. Días después, le contaban: “No se imagina, ya me puedo peinar”; “ya puedo ir al baño solo”; “ya dejé el oxígeno”; “hoy fue el primer día que no me dolió el cuerpo”; “por fin caminé más de dos metros sin que me falte el aire”; “gracias, por su ayuda sigo aquí y estoy nuevamente con mi familia”. Esos logros son lo que más alegría y orgullo le provocan.
“Eso es lo que ha logrado que yo siga de pie, que siga yendo a trabajar con todas las ganas del mundo y que cada turno, minuto a minuto, trate de que el paciente salga. Todos estos factores han sido mi motor para poder soportar esto”, dice con notoria mezcla de satisfacción, nostalgia y regocijo. (I)