A las diez de la mañana no hay más que perros callejeros hurgando en la basura en una de las calles del barrio Abdón Calderón, uno de los más conflictivos de Manta.

Sus vías son inclinadas y angostas. El sector está ubicado como en un hueco rodeado de lomas pobladas por casas donde apenas se ven un par de personas asomadas en las ventanas. Es algo automático: corren las cortinas, observan lo que sucede afuera y luego las vuelven a cerrar.

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En una esquina, Marcos dice que llevaba rato esperando. Estaba sentado en el portal de una vivienda. No podía quedarse en la vereda, ya no es seguro hacer eso, comenta.

“Hacer eso es dar papaya, porque así uno no ande metido en nada, te pueden confundir y arrearte bala por las puras, las cosas están así en estos tiempos”, expresa.

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Marcos es quien conoce al protagonista de esta historia. Se trata de su amigo, un traficante de drogas que prácticamente huyó para salvar su vida y la de su familia. Salió del país y vive en Estados Unidos, donde trabaja en construcción. Acá, en Ecuador, vendió todo lo que la droga le había dado.

Marcos lo llama. El celular suena, pero no contesta al primer intento. Luego, a la segunda llamada, se escucha una voz: “Mi compita del alma, ¿qué pasó? Cuéntemelo”. Marcos ya había hablado con él y esta vez solo le recuerda que la llamada es para la entrevista que habían pactado.

El hombre saluda de forma seca: “Qué hay, usted me dirá por dónde empiezo”, señala.

Cuénteme su historia, le digo.

“Bueno, allá en Manta a mí algunos me conocían como el Compadrito, a veces me decían Compita. Cuando empecé en esta nota de las drogas, yo tenía como 20 años, más o menos. A mí un pana me dijo que le ayudara a vender y la verdad nos fue bien. Hicimos plata. Ya con los años la plaza fue creciendo y buscamos más gente. Te estoy hablando de hace 18 años; ahorita tengo 38. En ese tiempo no había mucho pito; las plazas eran respetadas. Ya luego todo se calentó y empezaron a amenazar a la gente con matarlos si no vendían su droga o le entregaban la plaza”.

El Compadrito dice que él era vendedor de droga, no sicario. Según él, no llevaba armas, pero tuvo que comprar una para defenderse. “Nos llegaban a arrear bala para asustarnos”, agrega. Cuenta que a su amigo “lo quebraron”.

En abril del año pasado asesinaron a su amigo, esa fue la primera vez que Compadrito pensó en que debía irse del barrio. Cuando las amenazas fueron directas terminó de convencerse. Uno de los jefes de una banda llegó hasta su casa.

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Una noche, dos carros se parquearon frente a su vivienda y de allí se bajó lo que en el barrio llaman un “duro”. En los carros había sujetos armados con pistolas y fusiles y la consigna fue clara: “Queremos esta plaza, trabajas con nosotros o te abres y la dejas para que nosotros la camellemos, si no, te mueres tú y tu familia”.

“En esos momentos no hay mucho que pensar, especialmente cuando tienes hijos. Mi niña recién tenía 5 años y mi hijo ya era mayorcito, 14 años. Esa gente amenazó con matar a mis hijos. Entonces, mejor me abrí y les dejé todo”, dice.

Una guerra que ya no tiene reglas

La Policía asegura que la mayoría de las muertes violentas que ocurren en el país tienen que ver con una guerra entre bandas delictivas por el dominio del narcotráfico. Las bandas se disputan territorios no solo para tomar poder, sino la venta de drogas.

Por eso, cuando cae un cabecilla o alguien que ha comandado una zona, otros quieren tomar ese espacio. Ocurre en barrios de Guayaquil, Durán.

En Manabí la situación no es distinta. La provincia ya bordea los 747 asesinatos y Manta encabeza esa lista con 288 crímenes.

Y esta lucha cada día se vuelve más sangrienta. Víctor Zárate, comandante nacional de la Policía, señala que en esta pugna entre grupos delictivos antes tenían lealtades, no se metían con los familiares; hoy ya no existe eso.

“La lealtad en estos momentos es el mejor postor, el dinero; sin embargo, la Policía usa todos sus esfuerzos para anticipar estos eventos delictivos y desarticular las organizaciones para disminuir los homicidios intencionales”, expresó.

Zárate dijo que había reglas entre los delincuentes que ahora ya no se respetan, por eso se han visto víctimas colaterales en los ataques, la mayoría familiares del objetivo principal de los delincuentes. “Muchos de los familiares tienen antecedentes penales, otros no; no se puede poner a todos en el mismo saco”, agregó.

Muestra de esto son algunos de los crímenes recientes ocurridos en el país. En Babahoyo, un niño de 9 años fue asesinado en su vivienda luego que un hombre armado irrumpiera en la casa buscando a uno de sus familiares. Al no encontrar a su objetivo, el atacante disparó contra el menor, quitándole la vida.

En tanto que en Portoviejo los sicarios asesinaron en septiembre de este año a un hombre, su esposa y un bebé de cinco meses de nacido.

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Mario Pazmiño, exdirector de Inteligencia del Ejército, en un diagnóstico sobre la inseguridad, menciona que Ecuador ha evolucionado de un país de tránsito a un punto clave en la cadena de suministro del narcotráfico.

La localización geográfica del país, con puertos como Guayaquil, Posorja, Manta, Esmeraldas y Puerto Bolívar, ha facilitado que los carteles mexicanos, colombianos y otras organizaciones criminales utilicen Ecuador como un centro de acopio y distribución de drogas hacia Centroamérica, Europa y Estados Unidos.

“Esto derivó en una feroz competencia entre bandas locales y transnacionales por el control de rutas marítimas, fluviales y terrestres, elevando significativamente los niveles de violencia e inseguridad con mayor incidencia en las provincias costaneras y del Oriente ecuatoriano”, explicó.

Según Pazmiño, de enero a julio del 2024, Ecuador alcanzó una tasa de homicidios que supera las 30 víctimas por cada 100.000 habitantes. Los focos de esta violencia son las provincias de Esmeraldas, Guayas, Manabí, Los Ríos, Santo Domingo, El Oro, Sucumbíos, Orellana y Pichincha.

“Este incremento se debe principalmente a las disputas entre bandas que emplean el sicariato como estrategia de amedrentamiento para obtener las rutas y puertos de salida de la droga o también para consolidar su control en los santuarios y la actividad de microtráfico”, detalló.

Huida o muerte

En los Estados Unidos, Compadrito, el protagonista de esta historia, trabaja en construcción. Allá conoció a otros ecuatorianos que le enseñaron más sobre ese oficio. Cuenta que ganarse el dinero en ese país no es fácil. Deben tener dos o tres trabajos para que les alcance. Él trabaja por la tarde en un lugar y por la noche en otro. Apenas tiene unas horas para dormir en las mañanas.

“La verdad es pesado, pero creo que es la mejor decisión que pude tomar. Allá seguramente ya me habrían matado o a alguien de mi familia. Ahorita la nota es sin paro por allá. Estos manes matan a quien sea, no hay respeto ni por los niños”, expresa.

La entrevista finaliza. Los amigos hablan un rato para luego despedirse.

“Vaya directo por donde vino, no respete semáforo”, dice Marcos y luego se ríe. Afuera, las calles siguen vacías, las esquinas también. Solo los perros siguen rompiendo fundas de basura y llevándose lo que pueden, cuadra a cuadra. Ellos no entienden de plazas. (I)