Kiev fue la primera capital de Rusia cuando se constituyó como una confederación de principados eslavos del este, hacia el siglo IX. Rurix, un caudillo vikingo, que fundaría una dinastía de siete siglos, fue quien les enseñó tanto a guerrear como a comerciar con sus vecinos. Establecida como una potencia europea, intentó la captura de Constantinopla (Bizancio), el centro del Imperio romano de Oriente, pero el uso del “fuego griego”, un antiguo lanzallamas, impidió que sean tomadas sus inexpugnables murallas. Un pacto matrimonial de los linajes reales permitió restablecer la paz en el mar Negro.

El príncipe Vladimir, heredero de esta ascendencia, consciente del efecto unificador de la religión y dispuesto a poner fin a la diáspora del paganismo tribal, convocó a su corte a sabios de las principales confesiones. Se decantó por el cristianismo ortodoxo griego, deslumbrado por la solemnidad de su pompa, luego de descartar a los seguidores de Mahoma porque no bebían vino. “Beber es la alegría de los rusos; no podemos existir sin la bebida”, justificó. Iglesia y Estado se fusionaron para procrear una cultura fatalista y piadosa donde el Dios justiciero y vengativo se encarnaba en el rey, cuya autoridad de origen divino debía ser obedecida con absoluta sumisión.

La evangelización fue encargada a dos hermanos monjes, Cirilo y Metodio, que efectuaron su predicación en dialecto búlgaro (de la mano del alfabeto cirílico), lo que dificultaría la labor pastoral con el pueblo eslavo, a la vez que una pronta traducción de la literatura del mundo clásico, lo que retardó su integración libresca al resto de Europa.

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Iván IV, el Terrible (1530-1584), el penúltimo de la dinastía rurikida. Foto. Wikipedia.

Los íconos, imágenes sagradas de matiz sombrío en marcos de oro y plata, serían un elemento de culto bajo la asunción de sus poderes mágicos en tiempos de peligro; asimismo, los coros, que, merced a la eufonía del ruso, mantuvieron un tono de júbilo a pesar del carácter triste de la música sacra.

El periodo de la Rusia kievita llegó a término con el saqueo y destrucción de la ciudad durante una guerra civil. Casi al tiempo, en 1147 fue fundada Moscú por el boyardo o noble Yuri Dalgaruki (’brazo largo’), que estaría destinada a convertirse en el nuevo centro de poder, sede del Gran Ducado de Moscovia. El estado de fragmentación de los principados impidió oponer resistencia a La Horda de Oro, el ejército conquistador de Gengis Kan y sus descendientes, que llegaría desde Mongolia hasta el Báltico, el mar Negro, Siria, Persia, India y China, imponiendo sitio a Viena. Tomaría Kiev en 1240, sometiendo durante los dos siglos y medio a los rusos, cuyos feudos se convertirían en tributarios de los tártaros.

Era un pueblo nómada que basaba su fuerza en una rápida caballería y la destreza de sus jinetes en el uso del arco y flecha. Dejarían su huella en la lengua, vestimenta y costumbres de sus súbditos. Kremlin (o ‘fortaleza’), la ciudadela amurallada moscovita, es una palabra que proviene de esta lengua turca.

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“Lo que los rusos aprendieron pronto fue la doble moral de los mongoles, que consistía en adoptar un código de conducta según el cual argumentabas que lo que era tuyo lo conservabas celosamente, y lo que era de tu vecino lo tomabas si con ello aumentaba tu seguridad”, según refiere el historiador británico Francis Carr.

Tal como los eslavos se habían dividido, sucedió lo propio con los mongoles. El encargado de iniciar la reconquista fue Iván IV, el Terrible (1530-1584), el penúltimo de la dinastía rurikida, que sería el primero en proclamarse zar de todas las Rusias, adoptando el emblema del águila bicéfala de Bizancio (que había desaparecido del mapa sometida por los turcos otomanos). Derrotaría al kanato de Kazán y, sin combatir, haría lo propio con el de Astrakan, ambos a lo largo del río Volga, limitándose a enviar a miles de cadáveres empalados aguas abajo al mar Caspio, con lo cual sembró el pánico en aquellos otros tártaros que decidieron huir. Para conmemorar esta victoria, edificó en la Plaza Roja (palabra que significa también ‘hermosa’ en ruso) la catedral de San Basilio, que es una mezcla de estilos opuestos: griego, romano, bizantino, árabe, gótico y tártaro.

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El zar Pedro el Grande (1672-1725). Foto. Wikipedia.

Ante la imposibilidad de llegar al Báltico, hacia el oeste, por la presencia de Suecia y la Confederación Polaca Lituana, que comprendía en su territorio a Kiev, durante el mismo reinado, una partida de cosacos rusos, una etnia euroasiática, traspuso la frontera de los montes Urales para dirigirse a la conquista de Siberia y apertura de puertos en el lejano Pacífico, objetivo que se conseguiría a mediados del siglo XVII. Esta vasta extensión sería ocupada prácticamente sin resistencia de las tribus locales, cuya población era poco numerosa, aunque su aporte a la riqueza del Imperio en pieles y minerales sería tan gigantesco como su territorio. Su lejanía serviría para la instalación de centros de reclusión de prisioneros políticos, los célebres y temidos gulags.

El zar Pedro el Grande (1672-1725), de la emergente dinastía Romanov, sería el responsable de consolidar la presencia rusa en el Báltico con la fundación de la nueva capital, San Petersburgo, a orillas de la desembocadura del río Neva. Su victoria en la batalla de Poltava, Ucrania, ante los suecos sería definitiva para consolidar a Rusia como la gran potencia eslava del este de Europa. Le correspondería a la zarina Catalina la Grande (1729-1796), una princesa alemana, consumar la conquista del kanato de Crimea, con lo cual se afianzó la ocupación de la costa septentrional del mar Negro. El sempiterno afán ruso fue la conquista de Estambul para que su flota tuviera paso libre por el Mediterráneo, pero Turquía tendría el apoyo de Inglaterra y Francia para refrenar tal ambición. Después continuaría su expansión hacia el sur, por los Cárpatos, hasta tener frontera con Persia, Afganistán e India en el siglo XIX.

Llegaron a poseer Alaska, que fue vendida a Estados Unidos por 7,2 millones de dólares en 1867, y además un enclave en California.

Las guerras con sus países vecinos se cuentan por centenares, incluidos China y Japón. En apenas dos siglos, tuvieron 41 guerras contra Lituania-Polonia (los eslavos católicos del oeste), 30 contra los Estados alemanes del Báltico y 44 contra Bulgaria y otros Estados más pequeños. Lo propio puede decirse de sus innumerables rebeliones internas, asociadas a pugnas dinásticas y a la oprobiosa servidumbre feudal de los campesinos, abolida por el zar Nicolás II en 1861.

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En medio del constante cambio de fronteras, países como Ucrania y Bielorrusia fueron afianzando una identidad propia distinta a la de Rusia, a pesar de su vínculo histórico. La proclamación de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, a raíz de la Revolución bolchevique de 1917, dio lugar a su reconocimiento como tales, estatus que se confirmaría con la disolución de la URSS en 1991.

Concebir la extensión del Imperio ruso sigue siendo inimaginable. Basta señalar que León Tolstói en su célebre novela La guerra y la paz, de 1860, destacaba como paradoja que un ucase, esto es, un decreto del zar, podía tardar dos años entre San Petersburgo y Vladivostok. En la actualidad su distancia está reducida a 9.340 kilómetros gracias a las líneas del tren transiberiano, inaugurado en 1904, cuyo recorrido puede demandar todavía seis días.