La caída de Constantinopla en poder de los turcos otomanos en 1453, que significó el derrumbe del milenario Imperio bizantino, tuvo tan hondo impacto en la civilización occidental que es considerada como un parteaguas entre la Edad Media y la Moderna.

Bizancio —tal era el nombre griego de la ciudad— fue escogida como capital del Imperio romano de Oriente en 324 d. C., cuando el emperador Constantino I decidió dividirlo en dos partes con fines de sucesión. Al adoptar el cristianismo como región oficial, la urbe que llevaría su nombre se convertiría en eje de la religión monoteísta, de donde surgirían tanto dogmas como herejías.

Era la encrucijada que unía a dos continentes, Europa y Asia, y que controlaba la ruta marítima entre el Mediterráneo y los territorios del mar Negro, antiguamente conocidos como el Ponto, cuyos mercados se habían recuperado luego de la peste negra que asoló la región con la pérdida de un tercio de la población. Además, era uno de los eslabones de la ruta de la seda que pronto se transformaría en un importante centro fabril de la morera, trayendo a los otomanos una bonanza que serviría para costear su naciente imperio.

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La horda mongólica había destruido el sultanato selyúcida a inicios del siglo XIV, que controlaba la península de Anatolia, de donde surgieron pequeños principados turcos, prevaleciendo el de Osmán, que fundaría su propia dinastía, con lo que empezó una lenta conquista de territorios tanto en la parte asiática como europea, cercando cada vez más a Constantinopla por ambos lados. Establecieron su capital en Brusa, la que, si bien no estaba a tiro de piedra de Bizancio, se encontraba al frente: la primera en la margen sur del mar de Mármara; la otra, al norte, en la orilla europea, separadas por 160 km.

Iglesia de Santa Sofía en Estambul, antes Constantinopla. Es el monumento de fama mundial de la arquitectura bizantina. Foto: Shutterstock. Foto: El Universo

Ataques y defensas

A lo largo de su historia, Constantinopla soportaría 34 asaltos, 13 de los cuales corresponderían a los otomanos. Las murallas construidas por el emperador Teodosio en el siglo V eran las más avanzadas de la época, siendo consideradas inexpugnables. De siete kilómetros de extensión y con forma triangular, protegían la metrópoli imperial con sus altas torres, almenas, parapetos y profundos pozos. Su trazo, que incluía ramales para hacer más efectiva la defensa por sectores, era una península cercada que corría del Mármara al Cuerno de Oro, su legendario puerto natural, con la punta terminada en el Bósforo (’canal’, en turco), que continúa hasta desembocar en el mar Negro.

Extensos dominios que antes eran cabalgados durante meses habían quedado reducidos a una caminata de pocas horas desde los muros; a más de enclaves dispersos del mar Egeo que no tardarían en ser barridos del mapa. Con el auge de los turcos musulmanes en el Próximo Oriente, muchos cristianos se unieron a su hueste con la esperanza de obtener botín y protección. Esta tendencia daría origen a los jenízaros, o “soldados nuevos”, que con el tiempo se convertirían en la élite militar otomana. Terminarían desarrollando su propio credo, denominado bektashi, una mezcla de islamismo sufí con creencias procedentes del cristianismo y del chamanismo de Anatolia.

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El acuerdo de paz que mantenía el statu quo entre adversarios llegó a su fin en 1452, cuando el joven y ambicioso sultán Mohamed II decidió construir la fortaleza de Rumelia en la orilla europea del Bósforo, con lo cual impuso un bloqueo a la navegación no autorizada que circulaba desde o hacia el mar Negro. En secreto suscribió tratados de neutralidad bilateral con húngaros y serbios, por tres años, a fin de asegurar su no intervención.

El siguiente paso fue construir un prototipo de cañón lo suficientemente grande para destruir los muros de Constantinopla. La pieza de ocho metros de largo sería bautizada como “Urbano”, en homenaje al artificiero húngaro que la hizo posible. Disparaba proyectiles de 600 kilogramos de peso a una distancia de kilómetro y medio. Una tarea ciclópea fue trasladar varias unidades desde su lugar de fabricación, en Edirne, Tracia oriental, hasta el emplazamiento de asedio a 240 kilómetros de distancia. Se utilizarían yuntas de 50 bueyes que tardarían dos meses en el recorrido.

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La contienda definitiva

El 5 de abril de 1453 quedó completado el cerco de la ciudad, abriéndose las hostilidades. El ejército otomano al mando de Mohamed II estaba compuesto por 80.000 combatientes, mientras los defensores eran 8.000, en su mayoría mercenarios acaudillados por el condotiero Giovanni Giustiniani, bajo las órdenes del emperador Constantino XI.

La única esperanza de salvación radicaba en el auxilio del papado, Venecia u otras potencias europeas, a quienes se había solicitado el envío de una flota que sirviera para dispersar a los infieles. La aparición de cuatro galeones con refuerzos sirvió para avivar la alicaída moral de los bizantinos. Con mucha dificultad consiguieron arribar al Cuerno de Oro, que con su gruesa cadena cerró el paso a un centenar de naves remeras turcas que los perseguían. Pero el apoyo no pasaba de ser simbólico.

En una decisión audaz, Mohamed II decidió transportar su flota ligera por tierra, mediante el uso de rodillos, jalados por hombres y bestias, que, salvando valles, cerros y riachuelos, por sorpresa consiguió introducirlos al Cuerno de Oro durante la noche/madrugada del 22 de abril, con lo cual paralizó a las naves cristianas que quedaron confinadas en el reducido puerto del Gálata, un enclave genovés neutral. Desde ese flanco portuario la muralla se tornaba más vulnerable.

Después de 54 días de interminables combates, el sultán decidió que había llegado la hora del asalto final, que quedó programado para la madrugada del 29 de mayo. Como estímulo ofreció a su hueste tres días de saqueo a discreción de la rica ciudad. Para su buena suerte, durante el ataque, por motivos inexplicables, mientras las seis puertas principales resistían con tenacidad con los muros medio derruidos por el cañoneo, la Kerkaporta, una secundaria que servía para el pase de los ciudadanos en tiempos de paz, por un descuido estuvo abierta, lo que permitió el ingreso de una partida de otomanos que sin demora subió al tope para enarbolar la bandera roja de la media luna y estrella blancas.

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La sangrienta derrota

En el acto se difundió la voz de que la ciudad había sido tomada, y tanto los defensores como sus habitantes, incluidos ancianos, mujeres y niños, quedaron a merced de una turba desenfrenada que con sus alfanjes, lanzas y dagas cegaba vidas a discreción, en una orgía de sangre, asaltando en medio del caos templos y palacetes para saciar su avidez de fortuna.

Al rayar el alba, Mohamed II hizo su entrada triunfal a caballo, quedando conmovido y admitiendo con pesar: “¡Qué magnífica ciudad hemos entregado al pillaje y la destrucción!”. Su primera orden fue retirar la dorada cruz de la cúpula de Santa Sofía, para convertirla en el acto en la mezquita imperial. La cristiandad tendría suficiente tiempo para arrepentirse de no haber obrado. Muy pronto las hordas otomanas conquistarían buena parte de Europa oriental y central, estando Viena a punto de correr la suerte de Constantinopla. (F)