Aquellos eran tiempos distintos. Eran años en que la máxima muestra de confianza que un padre de familia podía brindarle al maestro de su hijo o hija era (¡que ningún alma sensible se espante!) regalarle una palmeta de madera al inicio del año lectivo. “Allí se la dejo con mi plena autorización para que la use por si hiciera falta”. Así, el profesor tenía la anuencia necesaria para darle un reglazo en la palma de la mano como castigo por las faltas cometidas.