Por Caridad Wright Arosemena (@thewonderluststyle)

Visitarla no es una idea común. Describirla es complicado: íntima, genuina, contradictoria, indómita, cósmica… hasta alienígena. Islandia es un poema. Es un escenario natural donde la tierra, el fuego y el agua se entrelazan desde hace milenios. Está rodeada del océano Atlántico y por debajo del círculo polar ártico parece una escultura hecha por dioses inspirados en otros universos. En verano no amanece, porque no anochece. En invierno simplemente no amanece.

Cada rincón de Islandia cuenta una historia diferente, y cada viaje es una experiencia de vida transformadora.

Valle de Thórsmörk, un paraíso natural enclavado entre glaciares y montañas en el sur de Islandia. Foto: Cortesía

Uno de los grandes encantos de Islandia es su diversidad geológica, volcanes activos, géiseres que lanzan columnas de vapor al cielo, campos de lava cubiertos de musgo, glaciares gigantescos que se deslizan lentamente por las montañas y cascadas que caen con una fuerza arrolladora: todo esto coexiste en una armonía casi mágica. El Parque Nacional de Thingvellir, por ejemplo, no es solo patrimonio de la humanidad por la Unesco, sino también un lugar por donde se puede caminar entre las placas tectónicas de América del Norte y Eurasia, una experiencia única en el mundo.

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Otro espectáculo que hace de Islandia un destino inolvidable es la aurora boreal. Durante las noches claras del otoño y del invierno, el cielo se convierte en una galería de arte viviente, donde cortinas de luz verde, violeta y azul bailan suavemente sobre los campos de nieve y los fiordos. Ver una aurora boreal no solo es un privilegio visual, sino también una experiencia de vida única, que deja sin aliento ni palabras.

Iglesia Luterana Hallgrímskirkja, ícono de Reikiavik. Foto: Cortesía

Visitar Islandia es también para exploradores y aventureros: rutas de senderismo entre glaciares, excursiones en motos de nieve, baños geotermales como el de la famosa Blue Lagoon, recorridos en ATV (vehículo todoterreno, por sus siglas en inglés) por zonas volcánicas, paseos a caballo por paisajes lunares y recorridos en barco para avistar ballenas en la zona de Husavik. Todas estas experiencias hacen que los que la recorremos desarrollemos con su naturaleza una relación muy profunda y personal. Me atrevería a decir un enamoramiento.

Residentes pacíficos, acogedores y hospitalarios

Otra de las maravillas de Islandia es su gente. Tienen una población de un poco más de 370.000 habitantes, que se destacan por su calidez, hospitalidad, un fuerte sentido de comunidad y un sano amor propio por su país y sus costumbres. Su cultura es rica en mitología nórdica, sagas medievales, literatura y música contemporánea, lo que es un contraste fascinante con la austeridad de sus paisajes. Reykjavik, la capital más septentrional del mundo, combina arte moderno, arquitectura audaz y una vida nocturna sorprendente, todo en una atmósfera íntima y acogedora. Conversar con los islandeses es un verdadero placer, te cuentan que están acostumbrados a vivir en la incertidumbre y en la crisis que se producen por las constantes erupciones volcánicas y la actividad sísmica.

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Que creen en la existencia de los elfos o la gente escondida, como ellos los llaman, quienes son sus protectores y los de la naturaleza que los rodea. Que aman su tierra por hermosa e impredecible. Ella es su maestra y su guía. Al escucharlos me pregunto si es la violencia de la naturaleza que los rodea, lo que los concibe en pacíficos de espíritu. No tienen ejército, y su policía no tiene armas.

Viajar a Islandia es, en última instancia, redescubrir el asombro. Es comprender que todavía hay lugares en el planeta donde el tiempo parece detenerse, donde los paisajes cambian en cada curva del camino y donde la naturaleza, en su forma más pura, nos recuerda lo pequeños (pero también lo afortunados) que somos.

Paseo familiar por paisajes geotermales de Islandia. Foto: Cortesía

En un mundo cada vez más dominado por la tecnología y lo artificial, Islandia sigue siendo un santuario de lo auténtico. Y por eso entre volcanes activos, glaciares eternos, campos de lava, placas tectónicas, géiseres burbujeantes y auroras boreales, uno se encuentra constantemente preguntándose: ¿Aún estoy en el planeta Tierra?

Creo firmemente que hay que visitarla al menos una vez, yo ya llevo dos y me gusta pensar que regresaré.