En Twitter se identifica como escritora y migrante. La descripción exacta. El nombre de Mónica Ojeda (Guayaquil, 1988) se ha abierto un lugar en la literatura de la región con una obra que desafía, una de esas escrituras que, como en el caso de Clarice Lispector o Roberto Bolaño, han encontrado lugar entre los textos con más esquinas dobladas de lectores y de la crítica especializada. Podría decirse incluso que, con diferencia, Mónica Ojeda es, hoy por hoy, la escritora ecuatoriana —guayaquileña, precisemos— con mayor proyección en el mundo de la literatura en América y en España, país donde ha cursado estudios y reside.

Ahora, sin duda, una faceta conocida —igualmente importante de mencionar— es su activismo a favor de derechos y causas como la legalización del aborto —el pañuelo verde de la foto de portada es señal inequívoca—, el feminismo, la crítica al poder, una voz a favor de los vulnerables, migrantes que provienen de lo que Mónica también llama el Sur Global: aquellas personas originarias de América del Sur y de África principalmente, que por diferentes circunstancias se ven forzadas a migrar a Europa o a Estados Unidos. Cuando le pregunto por ello, Mónica es precisa: su condición de migrante dista de otras personas, porque ella buscaba irse de Guayaquil.

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Cuando estoy escribiendo me llevo a esos extremos a mí misma como escritora y por eso hay libros que me cuestan más, hay libros que me cuestan menos, a nivel emocional, no solo intelectual.

“A mí no me costó, yo no me sentí desarraigada —explica Mónica—. Yo me quería ir de Guayaquil rabiosamente. No es el mismo caso de otras personas que no quieren irse. Cuando uno no quiere irse y se ve obligado a ir, eso es muy duro. Yo no he vivido esa experiencia migratoria. Yo me quise ir. Todas las situaciones incómodas que he tenido por ser migrante son decisiones mías. Nadie me ha obligado. Yo decidí pasar estos malos tragos. Uno por lo menos se compromete con sus propias decisiones. Estos dolores los escogí yo. Es la libertad de escoger”.

Las críticas y autocríticas a los ojos que juzgan desde el privilegio, la reflexión sin edulcorantes y la conciencia sobre las desigualdades retratan el perfil de Mónica Ojeda y son un primer acercamiento a su narrativa, a su poesía. En efecto, su escritura está atravesada por una pluralidad de voces y circunstancias que dan cuenta de una aguda capacidad ventrílocua para evocar y retratar miradas, ideas y orígenes, que, sin perder de vista a Guayaquil, llevan al lector por un recorrido de lóbregas identidades, sea en México, España, Argentina, Ecuador...

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Foto: Álex Monge

Lo que seduce de ese trabajo intelectual es su adentramiento emocional, más bien sicológico, para construir personajes abyectos, escenarios que perturban, historias entretejidas por una minuciosa labor estilística y creativa que logran su objetivo: desbordar los límites mismos de lo permisible.

“Para mí la literatura es perturbadora —acota Mónica—, es turbadora, es conmocionante. Para mí como escritora siempre significa llevarme a los extremos, no solo temáticos, sino emocionales. Cuando estoy escribiendo me llevo a esos extremos a mí misma como escritora y por eso hay libros que me cuestan más, hay libros que me cuestan menos, a nivel emocional, no solo intelectual”.

Ejemplo de ello es Nefando, su segunda novela, que gira en torno a la violencia del abuso infantil, a los juegos de poder y a la creación de un videojuego en las oscuridades del deepweb, con una crueldad solo comparable a la de sus personajes —todos adolescentes—, cuyo despertar sexual bien podría haber salido de las páginas del Marqués de Sade. A la pregunta de cuáles son las motivaciones para desarrollar este tipo de escritura, Mónica admite:

“Yo siempre escribo sobre violencia porque responde a mis obsesiones personales. Nefando, por ejemplo, trata sobre violencia y ha sido el más difícil sicológicamente de escribir, porque trata sobre abuso infantil. Cuando me metí en el trabajo de esta novela, quise trabajar no solo el dolor del daño, sino también las mecánicas del deseo. Traté de abarcar algunas y de entender desde diferentes perspectivas cómo el deseo podía tener esas zonas oscuras vinculadas a la abyección, vinculadas a la crueldad, a imponer los deseos de uno sobre otros cuerpos”.

No es el azar. La escritura de Mónica Ojeda tiene la virtud de incorporar en sus líneas una miríada de perspectivas que se aúnan en un sostenido trabajo de indagación de aquellas zonas veladas de la sicología y de la sexualidad humana. Pero ese gesto de provocación va más allá de simplemente sacar de la zona de confort al lector. O, mejor dicho, si Mónica Ojeda perturba, lo hace porque entiende que ciertos espacios de representación tienen que ser tomados, socavando e interpelando el statu quo de los ámbitos sociales que, desde siempre, han sido dominados por la violencia material y simbólica del patriarcado.

Para comprenderlo, basta mencionar el incidente del 8 de marzo en una reunión por Zoom en la que Mónica Ojeda participaba como invitada por la escritora y profesora mexicana Cristina Rivera Garza en la Universidad de Houston. Iniciada la charla telemática, una veintena de individuos invadieron las pantallas de Zoom, publicaron imágenes de mujeres violentadas, con estridente música y con el objetivo último, sin duda, de amedrentar a Mónica Ojeda, a Cristina Rivera Garza y a estudiantes y público convocados para escuchar sobre la obra de la escritora guayaquileña. Así lo describe Mónica:

“Fue bastante duro. Fue el 8M, y fui invitada por la Universidad de Houston. El afiche se estuvo difundiendo y cualquier persona podía pedir el link para entrar. Esto fue una agresión coordinada y planificada. Empecé la charla y a los 30 minutos entraron como 20 personas y empiezan a compartir pantalla. Y cuando comparten, aparecen fotos de mujeres descuartizadas, mujeres asesinadas. No eran fotos falsas, sino fotos gore. Como no estábamos preparados, nos quedamos mucho tiempo. Y lo vimos todos, unas 10 o 15 fotos de mujeres descuartizadas. Fue muy violento”.

El episodio es una muestra de lo que está en juego en la obra, en el activismo, en la vida de Mónica Ojeda; supera las márgenes de lo literario; ejemplifica con indignante realidad que lo metaliterario —aquellas circunstancias que rodean la labor de escritura— no es ajeno a aquello que se considera literatura.

Sociedad poco integradora

¿De dónde proviene la violencia que vertebra la escritura de Mónica Ojeda? Aquí vale la pena tener en cuenta lo que ella relata fue su formación emocional en Guayaquil antes de irse a España: “Siempre para mí Guayaquil fue hostil —dice—. Me sentía un poco sola. Esa soledad es dura. Estaba peleada con Guayaquil”. Pero es lo que reflexiona a continuación lo que mejor describe esta relación entre su obsesión por la violencia y su ciudad natal:

“Yo soy Guayaquil. Es decir, soy todo lo que Guayaquil ha hecho de mí. Todos mis miedos, mis ansiedades, mis preocupaciones, todo está ligado a la vida que tuve allí y que me forjó intelectual y emocionalmente. Guayaquil para mí es un lugar difícil. Quiero volver porque ahí está la gente que amo, pero a la vez me da pavor volver. Son las dos cosas. A mí Guayaquil de verdad me da miedo. Y no solo por la violencia de las calles y lo que significa ser mujer en un lugar así, sino la violencia que hay en la sociedad. Es una sociedad poco tolerante, poca integradora de la diferencia. A veces hostil. Hay muchos sitios así, pero hablo de un lugar que yo conozco muy profundamente”.

Claro que Guayaquil no es solamente esto, porque los lazos afectivos que Mónica tiene con esta ciudad permiten observar una escritora vinculada y preocupada por lo que sucede en la barriada, en el Estero Salado, en la vida cotidiana. En nuestras conversaciones suelen brillar constelaciones de escritores, desde Jorge Enrique Adoum —El amor desenterrado es, dice Mónica, un poemario que la deslumbró— hasta los más jóvenes como María Auxiliadora Balladares, Sandra Arraya, Ernesto Carrión, entre otros, muchos.

Mónica Ojeda, escritora ecuatoriana Foto: Cortesía

Pero claro, su propia situación como migrante, sumada a su penetrante sensibilidad, le han permitido deshacerse de la imposición ideológica que hasta hace muy poco —hasta hoy mismo— configuraba el espacio de poder de la nación-estado. En otras palabras, aunque Mónica Ojeda es una escritora guayaquileña —y simbólicamente Guayaquil permea todos sus libros— y ecuatoriana, ella descree de las señas de identidad para crear y ser.

“Yo no creo en los estados-nación. Ni en la ‘ecuatorianidad’. ¿Qué es eso? Yo no siento que eso me representa. Sí me interesa la geografía emocional y eso me vincula. Me vinculan los afectos”, medita la novelista, Premio Alba (2014), disruptora del poder, irrenunciable.

Lo que dicen sus colegas ecuatorianos

El respeto que Mónica Ojeda tiene entre sus pares escritores es evidente en este brevísimo muestrario de comentarios que elogian, con justicia, el trabajo de la escritora guayaquileña, actualmente finalista del prestigioso Premio Finestres de Narrativa en castellano por su último libro, la colección de cuentos Las voladoras, publicado por la pujante editorial Candaya. Así, por ejemplo, la escritora María Fernanda Ampuero dice: “Mónica Ojeda es la mejor escritora que ha dado el Ecuador y apenas tiene 32 años. Lo que podemos esperar de ella es inimaginable. ¿El Nobel? Por qué no. Si su presente es deslumbrante su futuro será cegador”. Asimismo, Leonardo Valencia, reconocido novelista y profesor universitario, señala: “Una escritora talentosa y versátil. Junto con Lupe Rumazo son las dos puntas de lanza de las narradoras ecuatorianas de mayor consistencia y proyección internacional”.

*David Barreto. He publicado en poesía La frágil resistencia (2006), Diálogo de los gentiles (2009; segunda edición, 2021), Lisboa Soundtrack (2011), y la plaqueta Wittgenstein—Estudio poético de lo ordinario (2017). He publicado varios artículos y ensayos en torno a la lírica, y poesía en general, filosofía, historia de la ciencia y teoría política. Preparo actualmente varios proyectos críticos y poéticos que los pienso como parte de una constante meditación, y práctica poética. Tengo un Ph. D. en Filosofía Crítica por la University of Pennsylvania, en Filadelfia.