Las derrotas en la vida de los hombres que marcaron la humanidad tienen mucho que enseñarnos. Quizás eso es lo que motiva al periodista-historiador Roberto Aspiazu a traernos lo que fue una de las hecatombes militares más sangrientas que se han registrado, cuando el emperador de Francia Napoleón Bonaparte y su inmenso poderío militar lo lleva a la conquista de Rusia en 1812. A los 200 años de su muerte, leer la vida de Bonaparte “es leer sobre carnicerías”, me dice mi esposa que nunca pudo terminar una de las más recientes biografías del personaje, porque no podía soportar la magnitud de las tragedias humanas que implicaban sus sueños delirantes.

La derrota. O las derrotas, en nuestras vidas, son también vistas como fracasos. Desde Homero y su Odisea, la humanidad ha cultivado la memoria de esos terribles episodios, en los cuales a la larga no quedan héroes sino miles de víctimas, por lo general anónimas. “La única dignidad que debemos mantener en nuestros tiempos es la dignidad de estar entre las víctimas”, decía el novelista Gregor von Rezzori en sus Memorias de un antisemita.

Esas sombras interminables y lejanas siempre dan paso al recuerdo de los más poderosos y sus estrategias para llegar a un poder sin fronteras. Leyendo la reseña de Roberto, con su breve y directo estilo periodístico, desprovisto de oropeles académicos que me ahuyentan de muchos libros de historia, me reconforta la posibilidad de llegar a ustedes con notas como esta. El editor-astronauta aún no llega a Júpiter, pero allí vamos: no tengamos miedo a las derrotas, nunca. Eso es parte de nuestra condición humana. Eso sí: mantengamos los ojos bien abiertos a los napoleoncitos que se repliegan como el COVID-19 por estas latitudes. (O)