La llegada de mi primer sobrino varón fue una especie de introducción al mundo de la maternidad. Inquieto, rebelde, buscador insaciable de peligro (con puntos en la cabeza para acreditarlo), me dio las pautas para saber lo que tenía que hacer cuando fuera mamá. “A este niño le hace falta disciplina” (y otras cosas más irreproducibles en estos tiempos), “cuando tenga mis hijos no voy a andar atrás para que me hagan caso”, le decía a mi hermano.

Cuando quedé embarazada empecé a proyectar mi ideal de madre. Mis hijos tenían que dormir solos en su cuna y en su habitación y para lograrlo convertí en mi libro de cabecera Duérmete niño, más conocido como el método Estivill, que explica cómo hacer que los recién nacidos duerman toda la noche. Y, obvio, estimulación temprana, juguetes de madera, juegos al aire libre, alejados de las pantallas.

Mientras más me informaba, recordaba con insolencia las carcajadas de mi hermano cuando yo le hablaba de la crianza de su hijo. Él había sido padre a los 18 años y yo iba a ser madre a los 33, así que me sentía más preparada para enfrentar el reto.

Dejemos de romantizar la maternidad

Por suerte, la maternidad es el arte de hacer todo aquello que juramos que nunca haríamos. No tiene manual de instrucciones. No te dan ventaja la edad ni los libros que leíste. La teoría resulta un anhelo porque en la práctica lo que le funciona a uno no siempre sirve para otro.

Pese a mis intentos, soy una madre colecho que prefiere compartir su cama a cambio de dormir más horas. Hablo cincuenta veces, pierdo la paciencia y también grito para que me hagan caso. Y, ahora mismo, mientras escribo, tengo a mi hijo mayor pidiéndome tiempo en su tablet (que tiene desde bebé para ir de viaje o cuando agotaba los intentos para que comiera) y a la menor gritando por agua, parada sobre una silla alta, como para recordarme que la búsqueda de peligro no era exclusiva de mi sobrino y que todas esas palabras ejemplificadoras que decimos sobre la ma/paternidad de otro algún día nos las tenemos que tragar. (O)