Para Fernanda se volvió una constante verse al espejo a cada minuto. Cuando se paraba frente a uno de los que están ubicados dentro de su casa se miraba de arriba hacia abajo y fijaba su atención en la cintura y brazos.

Tenía 13 años cuando inició con la obsesión de su peso, en ese tiempo había desarrollado una obesidad tipo 1.

“En educación física, en el colegio, a mí siempre me dejaban al final mis compañeras porque era la más llenita. El profesor hacía comentarios a las más delgadas tipo: Mírala, si ella puede, ¿cómo tú no vas a poder?”, cuenta.

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La presión que Fernanda sintió a esa edad la hizo tomar medidas drásticas de restricción de comidas para bajar de peso, asimismo se fue minando su autoestima. Sin embargo, no fue sino hasta los 16, en pleno pico de la pandemia por el COVID-19, sumado a un cuadro de depresión, la cuarentena y la obsesión por reducir medidas, que la llevó a desarrollar una anorexia nerviosa.

“Me empecé a obsesionar con todo lo que comía, fui perdiendo peso, pero me gustaba cómo me veía. Para mí no era suficiente y quería seguir bajando”, dice.

Fernanda, a pesar de que estaba delgada, quería seguir bajando de peso. Llegó a pesar 32 kilogramos, midiendo 1,57 centímetros. El detonante y lo que ella ahora cataloga como “tocar fondo” fue que perdió parte de la movilidad en las piernas, tenía frío todo el tiempo, el cabello se le caía y había amenorrea.

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“Yo me veía hermosa y sobre todo flaca, lo que siempre quise ser, pero era una calavera”, dice Fernanda, quien actualmente tiene 19 y continúa con su proceso de recuperación.

Fernanda llegó a pesar 32 kilogramos a sus 17 años.

Según Gabriela Peré, jefa de Nutrición y Alimentación de los hospitales de la Junta de Beneficencia de Guayaquil (JBG), existen dos detonantes para que se desencadenen trastornos de la conducta alimentaria en niños y adolescentes.

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El primer efecto se deriva de niños que han sufrido emocionalmente durante su infancia. Allí figuran casos de abuso, de violencia intrafamiliar y de presión por varias circunstancias por parte de familiares.

Por otra parte, están los niños que sufrieron obesidad y que en su adolescencia desarrollan trastornos en la conducta alimentaria por ese miedo a volver a ser obesos.

Al darse en edades tempranas, asegura Peré, hay desconocimiento del daño que puede tener sobre ellos. “Simplemente lo hacen para alcanzar un objetivo”, expresa.

En ese sentido, afirma, la intervención hacia este tipo de pacientes tiene un amplio abordaje psicológico tanto del paciente como del entorno familiar.

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Simplemente lo hacen para alcanzar un objetivo”.

Gabriela Peré, jefa de Nutrición y Alimentación de los hospitales de la Junta de Beneficencia de Guayaquil.

Sin embargo, si bien existe una recuperación de algunos de los casos con trastornos, no se descartan efectos a largo plazo.

“Como se da en una etapa de crecimiento y desarrollo que se estaría ‘dañando’, hay muchas cosas que no se van a poder revertir”, asegura. Entre los efectos que podrían darse en algunos pacientes están la deshidratación, hipocalemia, magnesemia, atrofia miocárdica.

La Organización Mundial de la Salud, en un artículo de 2021 sobre la salud mental del adolescente, explica que los trastornos de la conducta alimentaria suelen aparecer durante la adolescencia y la juventud.

Este tipo de trastornos, como la anorexia nerviosa y la bulimia nerviosa, se presentan con comportamientos alimentarios anormales y preocupación por la comida y, en la mayoría de los casos, por el peso y la figura corporales.

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El Instituto de Neurociencias, que forma parte de la JBG, registró en 2022 al menos 51 atenciones a niños y adolescentes con trastornos de la ingestión de alimentos y con signos y síntomas concernientes a la alimentación e ingestión. En 2021 fueron 37.

Para Gino Escobar, director de la Unidad de Salud Emocional Municipal (USEM), el abordaje en este tipo de casos es integral, pero se centra en la parte psicológica.

“Si solo se atiende la anorexia y la bulimia lo que se hace es satanizar un elemento que está mal y lo que puede hacer es derivar a otras conductas que se pueden ir agravando”, detalla.

Escobar afirma que se debe analizar con los pacientes en terapia qué es lo que los está mortificando, qué es lo que lleva a que se detone esa conducta, qué lleva a que se mantenga y qué lleva a que no quieran soltar esa conducta autodestructiva.

Asimismo, analizar el entorno más cercano. Por ejemplo, en la USEM se han atendido casos en los que uno de los padres descalifica a las personas gordas. Con ello, el sentido de vida propio de los niños y adolescentes se encaja en la opinión de la familia sobre la morfología, señala Escobar.

Ana tiene un hijo de 12 años que desarrolló bulimia desde los 11. El niño tenía sobrepeso en esa edad y sobre él estaba la presión familiar de un abuelo que falleció con obesidad y diabetes y la depresión por un padre violento y que no era cercano al chico.

Se debe analizar con los pacientes qué es lo que los está mortificando, qué es lo que lleva a que se detone esa conducta”

Gino Escobar, director de la Unidad de Salud Emocional Municipal (USEM)

“Yo sé que mi hijo está mal, se me puso delgadito, yo pensé que se me moría, había empezado a comer y luego vomitar. Mi esposo siempre se ejercitaba y lo hacía en frente de él. Le decía que si seguía así iba a rodar, que se iba a poner como un vecino que es bien gordito, que se iba a morir como el abuelo”, cuenta la madre de familia.

El niño cada vez que recibía ese tipo de frases se aislaba y muchas veces lloraba.

Según Escobar, el trabajo que se debe de hacer, no solo a nivel familiar sino en la sociedad, va enfocado hacia la recuperación de las emociones. Es decir, dosificarlas y no reprimirlas. Asimismo, recuperar el sentido de vida, trabajar con los niños en averiguar en dónde radica su ser y parecer, su amor propio y su gestión emocional (autoestima). (I)